La unión con Dios

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LA UNIÓN CON DIOS EN SAN PABLO
DIMAS ANTUÑA
Publicado en revista Gladius 17 (1999) Nº 46 pp. 117-132

VENERABLE comunidad:
Vuestra Reverenda Madre, honrándome mucho, me ha pedido que hable esta tarde sobre el Apóstol S. Pablo. Lo hago por complacerla y por la saludable confusión que experimento cada vez que el Señor dispone que tenga que dirigirme a quienes, por su vida recogida y su sola presencia en la presencia de Dios pueden darme y me dan, efectivamente, mil lecciones.

I
Dijo el Señor una vez a una santa que su más bella palabra era: et verbum caro factum est, porque él no la había pronunciado con la boca sino que la había «hecho» al hacerse hombre por redimirnos. Pensad, pues, cuán por debajo está todo cuanto pueda ser dicho, por santo y sublime que sea, delante de lo que puede ser «hecho» y efectivamente es hecho en la Iglesia cuando las almas se despojan a sí mismas. Hablar, pues, es algo muy inferior a callar cuando el silencio es vida. Pero en nuestro caso, mi palabra se apoya felizmente en vuestro silencio y en la invitación que se me ha hecho. Espero que el Señor, no mirándome a mí, sino a vuestra caridad, me dé a mí, ciertamente, pero no para mí, sino para vosotras, alguna palabra buena.
De dos maneras podemos tratar de S. Pablo: La una es tratando de él personalmente, es decir, de su vida, de sus viajes, de su vocación, de su apostolado. La otra es exponiendo su enseñanza. Ahora bien, en este sentido de su enseñanza S. Pablo, Apóstol, es decir, mensajero, enviado de Jesucristo como él mismo se llama, no es un santo como los otros santos de la Iglesia, de quien podamos decir que tiene una doctrina o un pensamiento propios.
Sus escritos, las 14 Epístolas, y aun sus actos, tales como aparecen referidos a lo largo de los Hechos de los Apóstoles, forman parte (una parte muy considerable) del Nuevo Testamento y, como tales, son escritos «inspirados», es decir, que caen dentro de la definición del Sagrado Concilio cuando enseña que «el autor principal y único de la Sagrada Escritura es el Espíritu Santo». S. Pablo, pues, no es un santo que diga una palabra propia, suya, de él, sino una criatura elegida, llamada y puesta aparte por Dios para llevar el evangelio a las naciones y ser un órgano infalible de su revelación.
De un santo cualquiera, por sabio y santo que sea, podemos decir refiriéndonos a tal o cual de sus escritos, «aquí se equivocó S. Agustín», «aquí se equivocó S. Anselmo, o Santo Tomás». De los escritos de S. Pablo no podemos decir eso: Decirlo sería decir pura y simplemente que en tal lugar de la Sagrada Escritura Dios se ha equivocado, y que su Espíritu Santo ha cometido un error. Notemos, pues, todo esto porque es muy importante.
Y notemos también esto: podemos decir que hay una teología de S. Agustín o de Santo Tomás de Aquino, y podemos decir que hay una espiritualidad de S. Basilio o de S. Benito, o de nuestro dulce y amado padre S. Francisco de Sales, pero no podemos decir que haya una teología
de S. Pablo ni que haya una espiritualidad de S. Pablo, pues cuando habla Pablo es el Espíritu Santo de Dios quien habla; su palabra es palabra del Verbo, palabra del Maestro único, que revela y guía, y dentro de cuya revelación y gobierno se mueven luego todos los santos y doctores de la Iglesia.
                S. Pablo, pues, pertenece al «fundamento», al apostolado. Y como él mismo lo enseña: «Primero puso Dios en la Iglesia a los Apóstoles», y los Apóstoles, y sólo ellos, formularon el contenido de la revelación y establecieron, para siempre, el depósito de la fe. Después de ellos, siguiéndolos,
trasmitiendo la fe, (esa fe de los Apóstoles) pero ya enteramente en otro orden, la caridad de Dios por medio de los santos doctores parte o rompe, (a lo largo de los siglos y según la necesidad de los
tiempos) aquel pan único de la doctrina, y pone a nuestro alcance, pues somos niños, la verdad de aquella palabra única revelada.
Todo esto es admirable, y tiene que tenerse en cuenta cuando se habla de S. Pablo. Todo esto muestra la grandeza de S. Pablo pues si S. Pablo fue un instrumento de Dios, un vaso de elección, un órgano del Espíritu Santo, no por eso dejó de ser él mismo ni fue un instrumento muerto o mecánico. El hecho de que el Espíritu Santo sea el autor principal de la Escritura no quiere decir de ninguna manera que S. Pablo sea una pluma fuente o una máquina de escribir. La inspiración usa un órgano viviente pero no lo destruye: ¡al contrario! Que Cristo hable por boca de Pablo, como él mismo decía (y con amenazas...), no quiere decir que Pablo no hable sino que Cristo, nuestra vida, vive en Pablo y que Pablo, transformado en Cristo, e inspirado por el Espíritu de verdad, que es el espíritu de Cristo dice una palabra de Dios. Y aunque el autor principal de la Escritura, sea (como define el Concilio), el Espíritu Santo no por eso las palabras de S. Pablo dejan de ser palabras de S. Pablo, y así de él tienen el acento, la voz, la expresión personalísima y el sello (grandioso) de su genio.
Dejando, pues, bien aclarado este primer punto de que S. Pablo es Apóstol, es decir, fundamento de la Iglesia, órgano inspirado e infalible de la revelación, voy a tratar esta tarde de «nuestra unión con Dios tal como este misterio nos es enseñado en las Epístolas de S. Pablo», o si se quiere para decirlo con otras palabras más exactas: «de cómo el Espíritu Santo nos revela en las Epístolas de S. Pablo el misterio de nuestra unión con Dios».
El tema es inmenso pero es como el mar: a él llevan todos los ríos y cualquiera puede ser el punto de partida. Yo voy a tomar el que tenemos más a mano, es decir la epístola de la Misa de hoy, pues, como sabemos, la palabra de S. Pablo se oye constantemente en la Iglesia, y con una fuerza y claridad grandísimas en casi todas las domínicas y en casi todas las fiestas del año.
El, el gran Apóstol, es quien en la Epístola de la Misa precede comúnmente y prepara el Evangelio y, conforme a su genio, muchas veces lo resume de una manera formidable en poquísimas palabras, en palabras en cierto modo arrebatadas que le salen entrecortadas y como atropelladas, pero que dicen claramente y plenamente todo lo que tienen que decir. Y así, hoy, dirigiéndose a los Corintios, nos ha dicho a todos en la Misa: «Hermanos, yo os notifico el evangelio que os evangelicé el cual habéis abrazado, por el cual estáis de pie, por el cual os salváis (a no ser que hayáis creído en vano). Y este evangelio (que no es invento mío, que, yo también, recibí) os enseña en primer lugar que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras, y fue sepultado y resucitó al tercer día, y fue visto de Pedro y de los doce Apóstoles, y finalmente, y después de todos, fue visto también por mí porque yo soy el menor de los apóstoles y ni digno de llamarme apóstol, pero por la Gracia de Dios soy lo que soy y la gracia de Él a mí conferida en mí no resultó vana». 
Tenemos, pues, todo un resumen de la fe. Y no solamente tenemos ahí todas las verdades de la fe, sino que de paso estamos también metidos todos nosotros dentro de esas verdades, pues Pablo no es hombre que se demore mucho en explicaciones, y así como él fue tomado y puesto violentamente en la fe, así él nos toma y nos pone rápidamente en su Evangelio. Y el Evangelio, es decir, la novedad, la buena nueva, la noticia, lo que antes nadie podía saber y ahora ha sido revelado, el secreto, el consejo de Dios, lo que estaba oculto en el Padre por siglos y ahora es anunciado a las naciones, consiste en esto: en que Cristo murió por nuestros pecados y fue sepultado; y resucitó luego al tercer día, por nosotros, y fue visto de los Apóstoles. Y en esta fe de la Pasión y muerte de Cristo y de su Resurrección estamos todos de pie delante de Dios y somos salvos (a no ser que hayamos creído en vano, es decir, sin saber qué hemos creído, o sin obedecer a la fe haciendo las obras de la fe).
La primera verdad, pues, de este misterio de nuestra salvación es creer en la muerte de Cristo y en su resurrección, pero no como en un hecho histórico cualquiera, enteramente exterior a
nosotros, sino como en un hecho (histórico, ciertamente, y que sucedió bajo «Poncio Pilato»)
pero que nos toca directamente y del cual conocemos las intenciones secretas, pues Cristo murió por algo enteramente nuestro y de lo cual somos nosotros autores responsables, es decir, por nuestros pecados. Y así nuestra fe no cree solamente que Cristo murió (hecho histórico exterior), sino que cree también que su muerte libre, pues murió porque él lo quiso y libremente dio su vida por sus amigos, tiene un valor redentor, es decir, que fue pedida, y dada y aceptada por Dios como el precio de nuestra redención.
La muerte del Señor, pues, no es solamente lo que hicieron los judíos y los romanos. Estos condenaron a Cristo inocente, lo azotaron, escupieron, patearon y mataron, pero por detrás ese acto, es decir de su crimen y de su sacrilegio, S. Pablo nos revela la intención, el valor y
el alcance de esa muerte, es decir, que el sacrilegio de los judíos delante de Dios es un sacrificio agradable, de valor infinito, y, para los que creen y se salvan, el precio de su redención.
¿Y de dónde le viene a la muerte de Cristo este valor? San Pablo va a decírnoslo.
Le viene en primer término de que Cristo es el Hijo de Dios. Dice S. Pablo a los Gálatas: «Cuando llegó el cumplimiento del tiempo envió Dios a su hijo, nacido de mujer, nacido debajo de la Ley, para que redimiese a los que estaban debajo de la Ley a fin de que recibiésemos todos
la adopción de hijos».
Al asumir, pues, la naturaleza humana, Cristo asume toda la humanidad. No es él un hombre cualquiera que muere, como todos los otros hombres de este mundo, sino que es el hombre por excelencia, y muere en la cruz voluntariamente, como cabeza de toda la humanidad.
En este sentido solamente Adán es comparable a Cristo. Adán no era un hombre particular cualquiera, era el hombre, el hombre en sí mismo, creado por Dios, padre y cabeza de toda la humanidad. Y así cuando pecó, no pecó con un pecado que pudiera quedar en él, sino
que pecó como cabeza de la humanidad, haciéndonos pecar a todos con él, y dejándonos a todos, aun antes de haber nacido, encerrados en la mancha y en la cautividad de aquel pecado de origen. Y de la misma manera, Cristo muere como cabeza de la humanidad. Más aún, se ha encarnado, ha nacido, ha sido enviado por el Padre para esto: para morir en su naturaleza humana redimiéndonos. Y S. Pablo nos dirá que así como estuvimos todos con Adán cuando pecó, todos estuvimos con Cristo cuando murió por nosotros.

Notemos esto: El Señor en su encarnación toma nuestra naturaleza para redimirnos. Pero en su pasión en cierto modo algo más: toma nuestro pecado. S. Pablo dice: se hizo maldición por nosotros, se hizo «pecado», y siendo el hombre sin mancha, el único hombre en la integridad de la inocencia, tomó por amor (y sin pecar) las manchas de todos los hombres y se ofreció al Padre como víctima. S. Pablo repite esta idea en muchísimas de sus Epístolas. Yo no puedo citarlas ahora pero conviene exponerla con toda claridad porque es algo inmensamente grande y que nos toca muy de cerca, y porque aquí está algo así como el fundamento y el primer acto de nuestra unión con Dios.
Cada uno puede hacer por su cuenta esta meditación a fin de familiarizarse con esta gran verdad: Yo estoy aquí, delante de Dios, en este día, en este lugar, en este año; yo, como criatura humana, antes de haber nacido pequé, en Adán, cabeza de toda la humanidad, y yo mismo, antes de haber nacido fui redimido por Cristo Nuestro Señor en la cruz, fui redimido por el Hijo de Dios vivo hecho carne, que murió por mí (por mí mismo), antes de que yo hubiera nacido, antes de que yo hubiera pecado, para destruir mi pecado y hacerme, en él, con él, por él, partícipe de la divinidad.
S. Juan Evangelista, el discípulo amado, tiene una palabra curiosa: dice que amamos a Dios, pero no porque nosotros le amemos sino porque Él nos amó primero. Y S. Pablo, para mostrar esa unión que tenemos con Cristo crucificado, no dice solamente que Cristo nos redimió sino que todos hemos estado clavados en la cruz juntamente con Cristo.
Y cuando le preguntamos qué quiere decir eso y cómo puede ser, nos muestra que todos hemos pecado en Adán antes de existir y nacemos todos en pecado a causa de Adán. Y así Cristo (como Adán, y más que Adán) no es un hombre particular sino el hombre por excelencia, el hombre en su totalidad, y nuestra Cabeza, el nuevo Adán, dice Pablo, el nuevo padre de los vivientes que Dios ha constituido para la humanidad. Y como cabeza y padre, los actos de la cabeza lo son de todo el cuerpo, y los actos de padre lo son en relación a los hijos.
Cristo, pues, no está solo en la Cruz sino con todos nosotros. Y diré más: Si no estuviera en la Cruz con nosotros no podría ni estar en la cruz, pues el murió por nosotros y «para» nosotros. Para poder morir tomó primero nuestra naturaleza, pero para morir efectivamente tomó nuestros pecados. Hecho carne, se hace también pecado, se hace «maldición en el madero», dice Pablo, es decir, nos asocia a su sacrificio, y muere el justo por los injustos, y por su muerte destruye todo pecado.
Su sacrificio es tan perfecto, tan agradable al Padre: tiene tal valor de expiación, que en su muerte el Padre reconcilia el mundo a sí, y recibiendo en su Hijo crucificado una gloria mayor que la que pudieran quitarle todos los crímenes del mundo, resucita a su Hijo mostrándonos con esa misma resurrección la eficacia victoriosa de aquel sacrificio y a cuánto llega la destrucción del pecado pues la muerte –que entró en el mundo por el pecado– queda realmente vencida por Cristo. Y así, el Señor Jesús, dice Pablo, muere por redimirnos pagando el precio de la Sangre y resucita para justificarnos, es decir, nos da una prueba viviente y constatable de que el pecado ha sido destruido por Él ya que la muerte, paga del pecado, no ha podido retenerlo.
Notemos que la muerte y la resurrección de Cristo son inseparables, son como las dos caras de una misma moneda, son dos aspectos de un mismo acto redentor. Jamás separa S. Pablo la muerte de la resurrección, es decir, la redención por la Sangre derramada de la justificación por la vida gloriosa del Señor. Si Cristo no hubiera resucitado, dice, seríamos los más desgraciados de los hombres. Pues si no hubiera resucitado querría decir que su muerte no nos habría redimido, estaríamos aún en nuestro pecado y no participaríamos de la vida divina.

II
Ahora bien, todo esto pasó en Cristo Jesús objetivamente. Todo esto pasó entre el Señor y su Padre celestial. En él, por él, con él, hemos sido hechos de nuevo hijos de Dios, criaturas redimidas, benditas, dignas de la herencia prometida, de la misma manera que en Adán fuimos hechos hijos de ira y pecadores aun antes de poder pecar!...
                Pero nosotros, personalmente, a medida que nacemos en pecado, y vivimos sin poder no pecar, ¿cómo recibimos o entramos en esta redención que nos ha sido alcanzada? Esa primera unión intencional que tenemos con Dios en la muerte y resurrección de Cristo, ¿cómo se hace efectiva en cada uno? S. Pablo nos lo dice (y lo dicen también los Evangelios): mediante la Fe y el Bautismo. «Todo poder me ha sido conferido en el cielo y en la tierra», dice Cristo resucitado a los Apóstoles. «Id y bautizad a todas las naciones en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. El que crea y fuere bautizado se salvará, el que no crea se condenará».
La fe, pues, (ya lo hemos visto) consiste en creer que Cristo, el Hijo de Dios vivo, nacido de mujer bajo la Ley y hecho maldición y pecado por nosotros murió por redimirnos y resucitó para justificarnos. Todo eso pasó en Cristo de una vez y para siempre: Pero ¿cómo pasa eso en nosotros? ¿Cómo entramos nosotros en eso que él ha hecho por nosotros, con nosotros y para nosotros?

Pondré una comparación: Un hombre deja una herencia a su hijo y se la deja en forma de un depósito de dinero en un banco. ¿Cómo hace el hijo para entrar en posesión de esa herencia, para cobrar su dinero, el dinero que es suyo, pues le fue ganado para él y le fue destinado y dejado a su nombre? En el banco le dirán que tiene que hacer un trámite: cobrar un cheque. Él va, cobra el cheque, y, mediante ese trámite, de hombre pobre y necesitado, se transforma en poseedor de un dinero que él no ha ganado por sus esfuerzos pero que es suyo por herencia.
                Notemos esto: todos los trámites por cobrar un cheque, si no hay fondos, si no hay dinero, si no hay tal herencia en el Banco a mi nombre son ilusorios e inútiles. Pero al mismo tiempo todo el oro del mundo puesto en el banco a mi nombre, si yo no admito hacer el trámite establecido, si yo por enfermedad, o estupidez, o maldad, no quiero cumplir el trámite establecido y cobrar el cheque, no me enriquece, y aunque yo sea efectivamente el rico, quedaré pobre y hambriento si no cumplo lo que debo para obtener el dinero.
Por un lado, mi trámite no crea la fortuna, como tampoco mis esfuerzos pueden redimirme! Por otro, la fortuna no llega a mí sin el trámite, como tampoco sin la fe y el bautismo puedo yo entrar en posesión de la vida divina.
Todo lo ha hecho el Señor pero yo tengo que recibirlo; yo no puedo crear mi salvación, pero puedo rechazarla, puedo preferir el pecado a la fe, la inmundicia al bautismo, la vida animal a la vida espiritual, puedo quedar dentro de la maldición de Adán y no aceptar la gracia de
Cristo.
Veamos ahora cómo ve S. Pablo el bautismo, en qué consiste este gran misterio de la fe y el bautismo que nos hace hijos y nos pone en posesión de la herencia.
Todos los que habéis sido bautizados, dice el Apóstol, habéis sido bautizados en la muerte de Cristo. Bautizado, en griego, quiere decir «sumergido», quiere decir transferido de un elemento a otro. Así, pues, por el bautismo yo he sido retirado del mundo y sumergido en la muerte
de Cristo, y allí, en aquella agua, en aquel sacramento, me ha recibido el Señor en su muerte, me ha purificado, me ha redimido, me ha dado nueva vida.
Purificado, comprendo. Redimido, comprendo. Pero ¿por qué nueva vida? ¿Qué vida es esta?
Hemos visto que la muerte y la resurrección del Señor son inseparables, que son dos aspectos de un solo acto redentor: muriendo el Señor nos redime, resucitando nos justifica; y así en el bautismo, el Señor nos asocia a su muerte para redimirnos, matando en aquella agua por su
muerte todo pecado. Pero, muertos en él, en él resucitamos, dice Pablo, pues el bautismo nos asocia a su vida, no a su vida mortal pues Cristo murió una vez, dice Pablo, y ya no muere; sino a su vida gloriosa, a la vida de su resurrección, a la vida que él lleva actualmente en el Padre.
                Ved pues qué gran doctrina es ésta del bautismo! Unidos a su muerte en el bautismo, el Señor nos redime, y unidos a su resurrección, igualmente en el bautismo, nos vivifica. El bautismo, pues, nos sumerge en la muerte y resurrección del señor. Por él –puerta de los sacramentos– entra cada uno en las riquezas de Dios.
A fin de habituarnos a esta gran verdad, que está en todas las Epístolas de S. Pablo, y que nos toca directamente, cada uno puede hacer de una manera personal una especie de meditación, que es algo así como una enumeración de las certezas de la fe. Yo confieso haberla hecho por puro gusto, por pura y agradecida alegría de pensar lo que debo –individual y personalmente– a Dios. Enseñado de la fe, voy diciendo, como un niño, las palabras de la fe, y en cada paso que doy, me apoyo en una palabra del Apóstol.
Ahora cabe decir las certezas de la Fe acerca del bautismo, o sea, lo que yo sé, como cristiano, de esa inmersión de mi ser en la muerte de Cristo, es decir, en el acto de Dios-Salvador con que Cristo-Jesús me ha redimido. Será breve. Enseñado de la fe iré diciendo, como un niño, las palabras de la fe.
–Yo sé que el Señor, Jesús, se entregó por mí y murió. Sé que murió libremente por mí, y para mí, y que en esa muerte suya yo he sido bautizado.
En mi bautismo yo fui sumergido en la muerte de Cristo para que muriese en mí, por su muerte, el pecado. Toda la vejez de vida, toda mi vida en Adán, murió en mí, en mi bautismo, al ser yo sumergido en la muerte del Señor; me recibió el Señor en su muerte, en aquella agua, y me incorporó a su vida, allí fui revestido de Cristo, como el cuerpo de mi cuerpo, como el alma de mi alma. Revestido y conformado, allí fue renovada mi vida. Y fue renovada porque el que murió por mí por mí también resucitó, para que no estuviera yo con él tan solamente en los efectos de su muerte, sino también en la novedad de vida de su triunfo. Asociado a su muerte, asociado a su resurrección, el mismo bautismo que me sepulta juntamente con él, en su muerte, me reviste de su vida. Y esta vida suya de ahora no es su vida mortal sino la vida que él lleva en el Padre: vida gloriosa, en carne espiritual.
Mi fe, la fe de mi bautismo, es la fe que yo tengo en la Resurrección. Yo creo en Dios, y mi Dios es el Dios vivo que resucitó a Jesús, su Hijo, de entre los muertos. Vive el que murió por mí una vez y ya no muere, resucitó mi Señor. Resucitó para obrar sin interrupción, ni discontinuidad, nuestra muerte mística y nuestra vida en él.
Sumergido en su muerte, en el bautismo, fui redimido, incorporado a su resurrección, en el bautismo, me regeneró y renueva. Obra en mí conforme a su vida gloriosa, influye en mí su vida el nuevo Adán que el Padre constituyó para mí, a su derecha, en espíritu vivificante. Porque
el Señor es espíritu, y por eso su operación en mí no es visible, ni sensible; no es ilusoria, no es imaginativa, no es sentimental, es operación del espíritu conforme al espíritu, es decir, invisible y oculta, y real, y actual, y efectiva, y eficaz, y tan profunda, que solamente por la fe la puedo recibir.
                Por eso el sacramento del bautismo es el Sacramento de la Fe: porque por fe lo recibimos, y por fe nos justifica, y por fe nos ilumina, y por fe nos da la vida nueva, y esta vida nueva es una vida que vive de la Fe. Mi vida es obedecer a la Fe, ir, de fe en fe, adelantando en ese amén total, absoluto, de todo mi ser, que doy a la Palabra que recibo y que me recibe ella misma y me reviste de su forma... La inserción vital en su cuerpo, que es la Iglesia, me comunica su Espíritu, la identidad, mística con su Persona, que es el Hijo, me hace hijo de Dios. Me pone, delante del Padre, crucificado, juntamente con él, en el misterio de su voluntad, vivificado, juntamente con él, en el misterio y la unidad de su presencia.
El Bautismo, pues, no es solamente un sacramento de la Iglesia, es también un misterio de mi vida. Contemplándolo, hago un acto de conocimiento propio. Me conozco a mí mismo en lo más alto de mi ser, en mi vocación y dignidad, en lo que Dios obra en mí por medio de su Hijo hecho Hombre.
Jamás los filósofos, al imponer al hombre la sana disciplina del «Conócete a ti mismo», pudieron imaginar que ésta tuviera un ejercicio tan alto: ¡el cristiano es hombre en Cristo y se conoce a sí mismo en su Bautismo!
Adonde no puede llegar ni el conocimiento racional del pagano, ni la dialéctica de la Ley revelada del judío, más allá de la razón y en la iluminación perfecta de la gracia, llega la fe. Adán fue creado fuera del paraíso y luego introducido en él, para que lo cultivara y guardara. El hombre bautizado, por la gracia de Cristo es incorporado a la Iglesia para que, en ella, crezca en su bautismo, y lo guarde.
Como sello del bautismo recibe la plenitud de los dones del Espíritu Santo en la Confirmación, y como el solo alimento digno de nutrir la vida nueva –hombre nuevo, con nombre nuevo y cántico nuevo–, participa de la Alianza en la Sangre del Nuevo (y eterno) Testamento, el cristiano, nacido de Dios por el bautismo, no menos que de Dios mismo se alimenta, por la Eucaristía. ¡Verdaderamente que es hijo de la resurrección!
Ungido y vestido se sienta a la mesa del Rey, su ropa blanca le anuncia el misterio de la Bodas, su lámpara encendida le enseña a vigilar y orar. Los misterios de Cristo son también sus misterios; es cristiano y nada de Cristo le es extraño, es cristiano y tiene su vida oculta en Dios, con Cristo. ¡Inmensa dignidad! Verla, es no desear otra cosa, verla, es ver que se abren los cielos, que la mentira del mundo se disipa, verla, es oír la palabra del ángel: –Ten lo que tienes, ¡que nadie tome tu corona!

III
Hemos visto los dos grandes actos de nuestra unión con Dios. El primero realizado en la Cruz cuando el Señor muere por nosotros y para nosotros, paga nuestra deuda con Dios, destruye el pecado, y, con su resurrección, inaugura nuestra vida nueva. El segundo es cuando por la fe y el bautismo cada uno de nosotros es bautizado en su muerte, es decir, queda incluido en aquel acto suyo redentor, y muerto al pecado por el sacramento, nace a la nueva vida de la gracia.
El bautismo es un nuevo nacimiento: baño de regeneración, le llama S. Pablo. Nos engendra de nuevo, nos da un nuevo ser, nos «incorpora a Cristo» y por él, como miembros de Cristo, recibimos de Cristo resucitado, nuestra cabeza, una vida nueva. Esta vida es «confirmada» en el sacramento de la confirmación con la plenitud de los dones del Espíritu Santo, y alimentada por el sacramento de la Eucaristía, pues, nacidos de Dios, no menos que de Dios mismo nos alimentamos. Y sobre estos tres sacramentos que se llaman de la iniciación cristiana, es decir, que nos forma en Cristo dándonos nacimiento, fortaleza y alimento, todos los otros, según sus fines particulares, siguen    comunicándonos los efectos de la Pasión del Señor.
Ahora bien, después de estos dos actos, uno hecho de una vez y para siempre por el Señor en la cruz, y el otro que se hace continuamente en las almas por el bautismo y los otros sacramentos, queda un tercer aspecto en nuestra unión con Dios, y éste depende en cada uno de los dos anteriores, y es como su consecuencia directa. Redimidos para siempre en la cruz aun antes de haber nacido, y habiendo entrado en esa redención por medio de los sacramentos de la fe, algo nos queda por hacer y este algo es vivir conforme a aquella dignidad de hijos de Dios que nos alcanzó la muerte y la resurrección de Cristo y los sacramentos de la fe nos comunican.
S. Pablo en un epístola nos dice: «Todos los que habéis sido bautizados estáis revestidos de Cristo», y en otra, y aun en la misma, nos exhorta diciendo: «Revestíos de nuestro Señor Jesucristo». ¿Qué quiere hace de su Espíritu Santo. Toda aquella redención, todo aquel bautismo, como dice S. Pablo, tenía por fin la tierra prometida.
Ahora bien, entre la redención de Egipto, entre la liberación efectiva del poder del demonio y la tierra prometida, estaba en la disposición de Dios el desierto, es decir, un tiempo de prueba de la fe, de prueba del amor, de ejercicio de la esperanza, un tiempo en que el pueblo elegido,
siguiendo aquella piedra que los iba siguiendo, ¡y la piedra era Cristo, dice S. Pablo!, tenía que tomar conciencia de la grandeza de la obra de Dios y mostrar si era digno de la libertad divina que le había sido dada. Los israelitas, dice Pablo, tentaron a Cristo. Se volvieron de corazón
a las ollas de Egipto, idolatraron, ardieron en malos deseos, hallaron odioso y monótono el maná, desobedecieron a Moisés, se hicieron indignos del pasaje del mar Rojo y de la redención de la Pascua del cordero. Y la generación que salió de Egipto no fue la que entró en la Tierra prometida.
Tenemos, pues, un tiempo de prueba entre la redención comenzada y la redención consumada, entre la fe y la visión, entre la esperanza y la posesión, entre la caridad infundida en nuestros corazones y la gloria. Todo lo que Dios ha hecho está hecho pero no ha sido consumado:
revestidos de Cristo, tenemos que revestirnos de Cristo; unidos al Señor, tenemos que unirnos, cada día, al Señor, y tenemos que hacerlo conforme a esa unión que él ha hecho ya en nosotros, es decir, ajustando nuestro corazón a la obra suya.
«Dios se hace hombre para que el hombre se haga dios» dice S. Agustín resumiendo a S. Pablo. Veamos el camino de Dios a nosotros.
Primero, el Verbo se hizo carne, o, como dice S. Pablo, Dios envía a su Hijo, nacido de mujer. Luego, este Dios encarnado nos asocia a su sacrificio, es decir, se hace maldición, se hace pecado, toma lo nuestro para expiarlo y destruirlo. Luego, el Señor muerto y sepultado resucita
al tercer día, es decir, muestra la fuerza, la gloria, la energía vivificante de su pasión y muerte, y su primera palabra de Resucitado, su gran mensaje de Pascua, al volver de los infiernos, consiste en soplar sobre sus Apóstoles y decirles: «Recibid el Espíritu Santo, a quienes perdonéis
los pecados perdonados les son, a quienes se los retuviereis les son  decir esto? Si ya estamos revestidos por el bautismo ¿cómo es que tenemos que revestirnos? Y si tenemos que revestirnos cada día del Señor como de una ropa de santidad, ¿cómo es que ya estamos revestidos?
Una imagen nos hará comprender esto y la tomo también de S. Pablo. El Señor redimió a su pueblo del Egipto, es decir, del poder del demonio, con su solo poder y prodigiosas señales, y lo hizo pasar por el mar Rojo figura de nuestro bautismo, figura de la Pasión que nos da paso, y lo alimentó con el maná, el pan del cielo, figura de nuestra eucaristía, y le dio la Ley figura, pálida figura, de la comunicación que nos retenidos». ¡Ved pues, si, como dice S. Pablo, resucita verdaderamente para nuestra «justificación»! ¡La primera palabra de su vida triunfante es comunicarnos su triunfo, dando a su Iglesia el poder victorioso de perdonar los pecados!
Luego de ese triunfo de Pascua el Señor sube a los cielos, y su ascensión deja los cielos abiertos, de manera que en adelante podemos ir por lo que llama S. Pablo: «el camino nuevo que abrió nuestro pontífice».
Finalmente, como consecuencia rigurosa (así como el fruto llega como consecuencia viva del árbol y de la flor), como consecuencia de su Pasión y muerte, y de su Resurrección y Ascensión, habiendo muerto con su muerte a la Muerte, dice Pablo, y habiendo llevado cautiva en su Ascensión a la cautividad, el Señor envía el Espíritu Santo a su Iglesia, y viene él mismo espiritualmente con ese Espíritu Santo suyo de verdad, según su promesa de no dejarnos huérfanos.
Ahora bien, del Espíritu Santo sabemos que ha venido, que ha bajado, que gobierna la Iglesia, pero no sabemos (hasta sería una blasfemia pensarlo) que se haya retirado. Está con nosotros. Pablo nos revela y explica su acción en la Iglesia y cada alma.
Tal es el camino de Dios a nosotros. Veamos ahora nuestro camino hacia él. Es el mismo, pero de vuelta, pues recibimos los misterios de nuestra santificación en el orden inverso de como fueron realizados.
Primero recibimos el Espíritu Santo. Por él creemos, por él, sólo por él, podemos decir: Señor, Jesús, es decir, creer en la divinidad de Cristo, creer que Jesús es el Señor. El nos enseña a orar, él gime en nuestros corazones, dice Pablo, y nos mueve a decir: ¡Abba, Padre! Por él, pues, recibimos los sacramentos y mantenemos en nosotros la vida de Dios.
Luego, por este Espíritu, participamos de la Ascensión del Señor, es decir, entramos en la vida de la oración, experimentamos la presencia de Dios, comprobamos, en espíritu, que tenemos nuestra vida oculta en Dios, con Cristo, y ascendemos, es decir, entramos en nosotros mismos, y somos elevados interiormente por su gracia.
Pero ¿quién obra así por su Espíritu en nosotros y qué vida estamos  llevando? Estamos llevando una vida nueva, estamos viviendo «en novedad de vida», de la resurrección del Señor. Ahora bien, ¿a dónde nos lleva esta vida? ¿Esta vida que la cabeza  influye en el cuerpo, esta vida que el Espíritu Santo nos infunde? Nos lleva, no sé si me atrevería a decir esto si no estuviera hablando a religiosas y en esta casa, pues bien, nos lleva a la Pasión del Señor. Sí, esto es admirable. Con el espíritu de la Resurrección, con la virtud, con las energías de la Resurrección que el Espíritu Santo infunde en nosotros, nosotros entramos en la Pasión del Señor, buscando su Muerte y su Sepultura, buscando morada en sus llagas, y soledad y olvido en sólo Dios.
Y ¿adónde nos lleva la Pasión? ¡Oh, esto es más admirable! La Pasión  forma a Cristo en nosotros, la Pasión nos hace partícipes de la Encarnación.  La Pasión me hace decir: Yo, no en mí, que es egoísmo, ni  en Adán, que es mundo, pecado, vejez y muerte, sino en Cristo, y yo en Cristo, en novedad de vida, hasta que Cristo crezca y sea todo en mí!
«Hijitos míos, decía Pablo a los Gálatas, hijitos míos por quienes estoy como de parto hasta ahora, hasta que se forme Cristo en vosotros». ¡Qué admirable es esto! ¡Cristo se forma en mí! Se forma por ministerio del Apóstol, por ministerio de la Iglesia, por comunicación sacramental de la vida divina.  Ahora bien, yo estoy hablando a religiosas, a hijas de la caridad del Padre, a criaturas elegidas y pre-elegidas, a hijas del silencio, a hijas de la oración, a almas que han dejado todo por seguir al Cordero, y seguirlo, sin condiciones, y a dondequiera que vaya!  Si hablara al mundo, o si solamente hiciera mi propio examen de conciencia, ¿qué diría? ¿Vivo de mi bautismo? ¿He destruido, he aniquilado todo lo que en mí se opone a la vida nueva? ¿Soy verdaderamente «hijo de la resurrección»? Mi «vivir» ¿es Cristo?
Gran misterio. Notemos esto: No solamente la fe puede ser rechazada sino que también el bautismo puede ser profanado. ¡No basta que nuestra vocación nos llame si no hacemos silencio –un completo silencio–para oírla! Pero si la hemos oído, o tenemos por lo menos ese deseo, veamos lo que nos dice S. Pablo de esta unión con Dios, es decir, de la unión «de la caridad con fe», que crece, y adelanta, y se fortifica en la esperanza viva. El Apóstol no encontró palabras hechas que pudieran expresar una cosa tan nueva.
1º Que un hombre estuviera crucificado, cualquiera lo podía decir, era un hecho físico, exterior, millares de hombres morían entonces condenados a la cruz.
2º Pero que un hombre, sin cruz, por pura caridad, interior y exteriormente en su cuerpo y en su alma, estuviera crucificado, y no él solo, sino con otro, que había sido antes crucificado, y cuya crucifixión, por causa de la Persona divina, había sido en cierto modo sustraída al tiempo, era una cosa muy difícil de decir.
Y así S. Pablo, cuando dice cuál es su estado, cuando dice cómo está él, él, que trabaja, y viaja, y ora, y predica, nos dice que está con-crucificado, es decir, puesto en la cruz juntamente con Cristo, realizando y desarrollando en su vida, por gracia del Espíritu Santo, aquella unión
que Cristo tuvo con él (y con cada uno de nosotros) en la cruz, al morir. Con-crucificado: no crucificado solamente sino «crucificado-con».
Estamos de lleno en la doctrina de S. Pablo. Ni Cristo estuvo solo en la cruz sino con nosotros, ni nosotros, que somos su cuerpo que por el bautismo hemos sido incorporados a él, estamos solos en nuestra cruz, sino con él.
Pero el lenguaje de Pablo es magnífico, es elocuente, es fastuoso: la unión del Cristiano con Cristo es algo perenne, abundante, continuo, abraza toda nuestra vida, y, juntándolos a nosotros, haciéndolos penetrar vitalmente en nosotros, toma todos los misterios de Cristo y nos los hace nuestros. Christianus alter Christus: el Cristiano es otro Cristo. Nada de Cristo nos es extraño, pues nada de lo que hizo Cristo por nosotros y para nosotros es suyo o queda en él. Suyo es, pues es su
vida: pero no suyo con propiedad que él retenga.
La fuente no queda en sí misma y es fuente precisamente porque mana y corre, y así el Señor, después de la Pasión, es todo él fuente perenne; su costado ha sido «abierto» en Sangre y Agua, es decir, sacramentalmente, en efectos abundantes y sobreabundantes del bautismo y de la eucaristía, sale y recibimos su vida.
Y así, por esta comunicación, Pablo nos dice que estamos con él: con-crucificados, con-sepultados, con-resucitados, con-vivificados, configurados, con-glorificados; que somos co-plantados en su muerte, que somos co-edificados en su cuerpo, que somos co-partícipes de todo lo suyo: de su cuerpo, nuestro alimento, de su Sangre, nuestra alianza, de su alma, nuestra santificación, de su divinidad, es decir, de su Padre, que es nuestro Padre; de su Espíritu, que es nuestro Espíritu y nuestro
consolador, y así somos co-herederos con él, y con-corporales, y conformes, y com-patientes, y con-regnantes, y hasta dice que el Señor nos ha hecho con-sedere, es decir, sentarnos con él juntamente en la gloria.
El Griego y el Latín son lenguas recias; han sido como violentadas para decir estas cosas, y las dicen en una sola palabra, en un verbo. Nuestro castellano da muchas vueltas, y la fuerza de aquella expresión tiene que ser dada con un «juntamente con» («crucificado juntamente con», «resucitado juntamente con»), y así las partículas y los adverbios hacen perder su fuerza directa al verbo.
Pero dejemos las palabras y vamos a la realidad que nos dan. La realidad es ésta: no estamos solos. Estamos en Cristo. ¡En Cristo! Esta es la gran fórmula del Apóstol, la que usa constantemente: in Xto Iesu, en Cristo Jesús.
Por el bautismo hemos sido transferidos del mundo y puestos en Cristo Jesús, como el ave en el aire, o el pez en el agua. Los misterios salvadores del Señor, es decir, los actos que él hizo como Dios Salvador, su muerte y su resurrección, su vida dolorosa y su vida gloriosa, son el elemento, el clima, el espacio vital de nuestra vida. Por ellos nuestro «vivir» es Cristo.
Y así, yo llevo mi cruz cada día, como todo hombre de este mundo, como todo hombre dentro de la maldición de Adán, pero yo la llevo «juntamente con él», es decir en la gracia de Cristo, en herencia de bendición, como criatura nueva que, por la Resurrección de Cristo, el Padre ha engendrado de nuevo en esperanza viva. Y a causa de esta unión, de esta «comunión», es decir, común-unión con Cristo, yo vivo sabiendo bien lo que hago, sabiendo adónde voy, sabiendo a quién he creído, sabiendo a quién he fiado mi vida («No lucho como quien da palos en el aire», decía Pablo), y teniendo clara conciencia del valor absolutamente sagrado que tienen todos mis actos, no por míos, sino por ser actos de Cristo en mí (o de mí en Cristo).
«No hay cómo medir el peso de la gloria con los padecimientos de esta vida», dice Pablo. Los padecimientos de esta vida por horribles que sean y por más que los acumulemos, son solamente nuestra entrada, nuestra puerta, nuestro simple ingreso en la Pasión del Señor, es decir, lo que nos pone de lleno en la corriente vivificante de sus misterios divinos, y esto, la comunicación de sus misterios no tiene proporción ni medida con nada de este mundo.  Pablo, en el rapto, arrebatado al tercer cielo, es decir, en el seno del Padre, en la gloria de la Trinidad, en una visión rapidísima que tuvo de la esencia divina, oyó las palabras inefables que no es dado a ningún hombre decir, y a ninguna lengua, ni angélica, ni humana. Nadie sabe lo que Dios tiene reservado para los que le aman, nadie sabe lo que Dios tiene preparado, desde el principio del mundo, para los que él ha recibido en su Hijo, el Unigénito, el Amado.
Nadie sabe lo que eso es, en sí mismo, en su experiencia, en su posesión, en su inundante gloria. Pero la fe nos dice y Pablo nos lo dice mil veces (pues ése es el contenido de la fe revelada), que lo que nos está reservado es la manifestación de lo que nos está dado, y lo que nos ha sido ya dado es ser hijos de Dios. Por la fe y los sacramentos participamos ahora en la gracia de lo que tendremos y se manifestará en nosotros la gloria, es decir, participamos de la generación eterna del verbo, y por eso somos hijos adoptivos de Dios, y participamos de la espiración eterna del Amor, y por eso la caridad está en nuestros corazones. Nuestra casa de barro se deshace, dice Pablo, pero el hombre interior se renueva. La gracia en el término de su crecimiento, madura, y en paz, en certeza, en dones excelsos muchas veces, nos da un pregusto de la gloria.
Estamos en Cristo y el Espíritu Santo nos hace decir: ¡Padre!, es decir, nos da el testimonio de que somos hijos de Dios. Crucificados juntamente con Cristo y con él resucitados, en nuestros mismos padecimientos tenemos la comprobación y la prenda, las «arras», dice Pablo, es decir, el don que da en las bodas el Esposo a la Esposa, de que reinaremos con él. Y ante esa gloria ¿qué puede haber para nosotros en este mundo?
¿Qué puede interesarnos? Solamente la Cruz. Verbum crucis! Pablo no conoce sino a Cristo y a Cristo crucificado, pero su palabra de cruz tiene una violencia victoriosa, porque es la cruz tomada audazmente, arrebatadamente, como quien toma una espada, la cruz en el espíritu de la Resurrección. El hombre crucificado juntamente con Cristo no espera para morir su última hora: «¡Muero cada día!», dice Pablo, y su canto de victoria, su potente canto es éste: «¡No permita Dios que yo me gloríe en otra cosa sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo!» ¿Por qué? ¿Qué hay en la cruz para que nos gloriemos en ella? Pablo nos los dice: «En ella está la Salud, la Vida, la Resurrección», in quo es salus, vita et resurrectio nostra!, «por quien somos salvados y liberados».           Palabras triunfales: en la Cruz está la salud, la vida, la resurrección, está la salvación y está la libertad ¿Y la muerte? ¡Lo único que no está en la cruz es la muerte! La muerte está debajo de la cruz, vencida y aplastada, despojada de su imperio, por el que la venció en la Cruz.
A veces pensando en estas palabras de Pablo, moviéndome, descansando, perdiéndome en esta doctrina de la Cruz del Apóstol me ha parecido oír la invitación de aquel otro apóstol que decía: «¡Vayamos todos y muramos con él!» Sí, vayamos y muramos con él. Vayamos y veamos
qué muerte es esa. Vayamos, que cuando hayamos entrado realmente con Él en esa muerte, sabremos quién es él y qué muerte es esa, y oiremos que nos dice: «¡Yo soy la Resurrección y la Vida!» Fulget crucis mysterium! Resplandece el misterio de la cruz. Muriendo, muere nuestra muerte y empezamos a vivir, muriendo con él, como Pablo, su Espíritu nos da testimonio de su gloria, es decir, de que somos hijos de su Resurrección.