El Misterio del Reino de Dios
EL MISTERIO DEL REINO DE DIOS
DIMAS ANTUÑA
Publicado por primera
vez en revista Gladius 10 (1994) Nº
30 pp. 17-31
SEÑORES: mi párroco, el señor
Cura de la Catedral, me ha invitado en vuestro nombre para que haga uso de la
palabra en estas reuniones de estudio de la Acción Católica. El señor Cura me
ha dicho que era vuestro deseo que desarrollara en dos o tres reuniones, algún
tema de DOCTRINA.
Vosotros
sabéis, señores, que EN LA IGLESIA, la
palabra de doctrina pertenece estrictamente al OBISPO. La autoridad oficial
es el ÓRGANO DE LA VERDAD, y frente a esa Iglesia enseñante, el resto de la comunidad
cristiana no es ni puede ser otra cosa, sino la Iglesia enseñada. A la Iglesia docens corresponde en la comunidad
cristiana la Iglesia discens.
Leemos
en el Libro de Esdras que, cuando los Sacerdotes leían solemnemente la Ley al
pueblo, el pueblo estaba IN GRADU SUO.
Yo, pues, al aceptar esta invitación con que me habéis honrado, deseo
ante todo ponerme EN MI LUGAR: Simple fiel sin docencia y sin otro título ante
vosotros que mi BAUTISMO no voy a hablar como quien enseña sino como quien
recuerda.
Está
también en la estructura orgánica de la Iglesia que, fuera del Magisterio,
subordinado a él, y en cooperación de piedad y sincera obediencia con él, se dé
una COMUNICACIÓN FRATERNAL de la palabra recibida, ya sea para confirmar en
cada uno esa palabra, ya por el noble placer de recordar en común, entre
cristianos, las verdades que todos conocemos, y amamos.
En la Argentina y sobre todo en el Brasil he
participado algunas veces de estas REUNIONES DE ESTUDIO de la Acción Católica.
Al departir allí con mis hermanos sobre el contenido de nuestra fe, he dicho lo
que suelo repetir siempre que hablo, es decir, que NO ENSEÑO y que sólo hablo A
LOS QUE SABEN y porque YA SABEN.
Declarar eso y convenir con vosotros en esta
COMUNICACIÓN SENCILLA de la palabra de Dios es para mí un inmenso placer. Fuera
de los actos del culto y del misterio absolutamente incomunicable de la oración
no conozco ninguno más alto. Estamos aquí reunidos con el beneplácito de
nuestro OBISPO, bajo la presidencia paternal de nuestro PÁRROCO, y, dentro de
ese orden DE OBEDIENCIA de la jerarquía, vamos a tratar de las cosas de Dios.
¿Qué sencillez, qué seguridad, qué amable libertad de
hijos no podrá haber así en nuestras palabras? No somos ni nos erigimos en
maestros; por amor a nuestra Madre la Iglesia vamos a repetir con la mayor
atención posible la ENSEÑANZA RECIBIDA, y, con voz normal -ni alta, ni forzada-
conforme a LO QUE SOMOS, vamos a confesar esos misterios familiares y sublimes,
de los cuales vivimos.
Confiando en vuestra benevolencia, señores, entrego pues,
a vuestra caridad esta tarde esta palabra que, como digo, NO ES DE LECCIÓN, y
que sólo tiene por objeto servir de núcleo o pretexto para ese estudio de
ASIMILACIÓN DE LA VERDAD RECIBIDA, que todos tenemos el derecho, Y AUN EL
DEBER, de hacer.
Se ha convenido en que el tema de estas conversaciones
sea acerca de “El Reino de Dios”. Este tema puede ser un tema escriturario. El
Exégeta o el Teólogo pueden tratar de él, según sus disciplinas especiales,
haciendo ya un estudio positivo, ya una investigación crítica.
Simple fiel, yo
no puedo ofreceros sino algunas reflexiones desde MI PUNTO DE VISTA, es decir,
desde el punto de vista QUE RESULTA DE MI POSICIÓN EN LA IGLESIA. Un hombre
bautizado, que forma parte de la comunidad de los fieles, que en unión de fe y
esperanza con todos los cristianos de este mundo dice al Padre, cada día:
ADVENIAT REGNUM TUUM.
¿No sabrá algo, no podrá decir algo, acerca de ese
REINO que así pide? Es evidente que sí. La respiración, la alimentación,
cualquiera de nuestros actos orgánicos puede ser motivo de una tesis
CIENTÍFICA. Pero aparte de ese estudio ESPECIALIZADO, el hombre como tal, en
ejercicio de su pensamiento directo ¿no tendrá también alguna palabra acertada
acerca de estas maravillas de su propio ser?
Mi tema, pues, NO SERÁ: “De lo que pensaban los judíos
contemporáneos del Señor acerca del reino de Dios”, o “Del concepto que la
letra de los Evangelios nos permite formar acerca del Reino de Dios”, pues esos
dos temas puramente históricos o críticos, están fuera de mi propósito, y, si
queréis, también de mi competencia.
Mi tema, más general, responde solamente a mi bautismo
(responde a lo que yo sé, a lo que YO SOY), y puede formularse así: ¿Qué es el
reino de Dios para un cristiano católico, para un HIJO DE LA IGLESIA, para un
hombre que, por la fe y la obediencia, forma parte de la comunidad fundada por
el Señor y a la cual -según la palabra de este mismo Señor nuestro- “LE PLUGO
AL PADRE DARLE EL REINO”?
Por un artificio de abstracción un historiador puede
darse el lujo (mental) de DESCUBRIR LA AMÉRICA. Pero los que hemos nacido en
este continente no podemos -sin someternos a una disciplina particular- hallar
y descubrir como TIERRA IGNOTA la tierra de nuestro nacimiento que Dios quiso
darnos POR MORADA. Y así, pues, PARA LOS QUE NO SON DE DIOS, -para el judío, el
hereje, el pagano o el infiel- el Reino de Dios puede y acaso tiene
forzosamente que presentarse como un tema de investigación, como un enigma que
pide ser resuelto o por lo menos circunscripto mediante la ayuda de las
ciencias. Y en ese camino sus estudios pueden ser poderosamente secundados por
la admirable labor crítica de los doctores cristianos que, apartándose -por
hipótesis- de la realidad del misterio en que viven, descienden ya a los
fundamentos exteriores de la fe, ya a la formulación intelectual y dialéctica
del PROBLEMA o LOS PROBLEMAS del Reino.
Nosotros, entretanto, y hablando aquí, entre
cristianos, no tenemos por qué plantear como PROBLEMA lo que nos ha sido dado in Ecclesia, como MISTERIO.
Y volviendo al símil del descubrimiento de América,
si, como HISTORIADOR, yo puedo descubrirla (aunque sé bien que todo eso es pura
investigación, que América fue descubierta, que en ella vivo y que no soy yo
quien la descubro...), como AMERICANO y en ejercicio DIRECTO de mis facultades,
sólo puedo constatarla, conocerla, MOSTRARLA, ADMIRARLA, AMARLA: contar su
grandeza, enumerar sus riquezas, decir su belleza y hasta, si queréis, hablar
de esas regiones grandiosas y remotas que tiene, -como los Andes o la varzea amazónica- cuya inmensidad nos sobrecoge y que
sabemos que han sido apenas exploradas...
Sea, pues, claro que no voy a tratar del PROBLEMA
escriturario del Reino de Dios -tema que, no siendo doctor, no me corresponde-
y que como simple cristiano y cristiano que habla EN CRISTO a otros cristianos,
voy a tratar del MISTERIO del Reino de Dios, tal como este misterio nos ha sido
dado, a todos, en la Iglesia.
I
La palabra MISTERIO pertenece
a la terminología religiosa. Se entiende comúnmente por MISTERIO un secreto,
algo impenetrable, oculto, escondido, inaccesible a la razón humana (aun a la
razón iluminada por la fe), y así se habla con toda propiedad del misterio de
la Trinidad, del misterio de la Eucaristía, de los misterios del Rosario, es
decir, de los misterios de la vida de CRISTO. De una verdad que la razón humana
admite que NO ES UN ABSURDO, pero que esa misma razón reconoce que no puede
comprender, decimos que es, para el hombre, un MISTERIO.
Pero,
aparte de ese aspecto de cosa inaccesible a la razón -que es SECUNDARIO, porque
es el aspecto que el misterio presenta a las solas facultades cognoscitivas del
hombre-, por MISTERIO se entiende en la Iglesia todos aquellos actos -como los
sacramentos, la oración o la misa- en que los fieles reciben de una manera
real, aunque oculta, cualquier COMUNICACIÓN de la gracia. Y así, si el MISTERIO
constituye para la razón el fondo inexplicable de una cosa, no por eso deja de
ser para el cristiano (para la fe) UN ACTO DE DIOS QUE SE COMUNICA
SOBRENATURALMENTE A SUS HIJOS. En este sentido, la Comunión, la Misa, el
MISTERIO de la Eucaristía, es el MISTERIO DE FE por excelencia, es decir, la
comunicación más grande de la vida divina que el Padre da a la Iglesia en el
Espíritu Santo, POR CRISTO, NUESTRO SEÑOR.
Un
misterio, pues, para los fieles, es un encuentro sobrenatural de Dios con la
criatura; un acto viviente del: HE AQUÍ QUE VENGO, de la Encarnación; una
realización del aquél: SALÍ AL ENCUENTRO de los que me buscaban, ME DESCUBRÍ a
los que no preguntaban por mí, de que nos habla el Profeta (Is. 65). Nuestra
vida en Cristo, esta vida sacramental de la Iglesia que nos da el ser y nos
anima, no es otra cosa que ese encuentro vital, y vivificante, de la criatura
con Dios.
Y
así, pues, comprenderéis que, cualesquiera que sean los PROBLEMAS -críticos,
históricos, filológicos, teológicos- que pueda presentar el Reino de Dios a la
investigación racional, la REALIDAD de ese Reino, su COMUNICACIÓN, su MISTERIO,
puede ser objeto de alguna reflexión, por lo menos “para los hijos del Reino”.
El que no tiene una cosa, la busca; el que la tiene, la POSEE; y, si sabe que
la posee, conforme a esa conciencia, conforme a esa INTELIGENCIA de lo que
posee, puede dar testimonio. Y tal es el Reino de Dios.
Mientras
su doctrina para el judío, el hereje, el pagano o el infiel es UN PROBLEMA,
para el cristiano -a quien este Reino preparado desde el principio de mundo ya
le ha sido dado de algún modo- es el pan de los hijos, es decir, un misterio,
una comunicación de Dios a la Iglesia, un encuentro sobrenatural de la criatura
con Dios, una realidad espiritual que el infiel no puede entender, que el mundo
no puede recibir, que el hereje sólo puede deformar, pero que en nosotros es
certeza, luz, paz y gozo en el Espíritu Santo. Definida nuestra posición y
determinado nuestro tema, hablemos ahora entre nosotros, es decir, en Cristo et in Ecclesia, del Reino de
Dios.
II
Leemos en San Marcos “que
después que Juan fue encarcelado, Jesús vino a Galilea PREDICANDO EL EVANGELIO
DEL REINO DE DIOS, y diciendo: El tiempo es CUMPLIDO y el Reino de Dios está
cerca, ARREPENTÍOS, y CREED AL EVANGELIO” (Mc. 1, 14-15). S. Mateo, por su
parte, nos dice que “oyendo Jesús que Juan estaba preso se volvió a Galilea y,
dejando a Nazaret, vino a Cafarnaúm... Y DESDE ENTONCES EMPEZÓ A PREDICAR y a
decir: ARREPENTÍOS PORQUE EL REINO DE DIOS SE HA ACERCADO” (Mt. 4,12).
Y
más adelante dice que recorrió Jesús toda la Galilea enseñando en las sinagogas
y PREDICANDO EL EVANGELIO DEL REINO, y sanando toda enfermedad y toda dolencia
en el pueblo, etc. (Mt. 4, 23-25). S. Lucas atestigua que “Jesús caminaba por
todas las ciudades y aldeas PREDICANDO y anunciado EL EVANGELIO DEL REINO DE
DIOS” (8, 1). Y también nos dice cómo las gentes lo buscaban y venían a él, y
lo detenían para que no se apartase de ellos, mas él les dijo: “También a otras
ciudades es necesario que anuncie EL EVANGELIO DEL REINO DE DIOS porque, PARA
ESTO, he sido enviado” (Lc 4, 43).
El
mismo S. Lucas refiere dos misiones de los discípulos del Señor: la misión de
los doce y la misión de los setenta. En la misión de los doce dice que
“juntando el Señor a sus discípulos les dio virtud y potestad sobre los
demonios y para que sanasen enfermedades Y LOS ENVIÓ a que predicasen EL REINO
DE DIOS” (Lc. 9, 1-2). Y en la misión de los setenta los envía diciéndoles: “En
cualquier ciudad adonde entréis sanad a los enfermos que en ella hubiere y
decidles: SE HA LLEGADO A VOSOTROS EL REINO DE DIOS” (Lc. 10, 9).
También
S. Lucas nos refiere cómo estando el Señor lanzando un demonio y diciendo
algunos de él que era endemoniado y que, de Belcebú, príncipe de los demonios,
tenía aquel poder de echar fuera a otros demonios, el Señor respondió a aquella
blasfemia y mostrando la virtud de Dios en él, les dijo: “Ved, pues, que, SI
POR EL DEDO DE DIOS echo yo fuera los demonios, ciertamente HA LLEGADO A
VOSOTROS EL REINO DE DIOS” (Lc. 9, 14-28).
Cualquiera
que sea el misterio del Reino en su realidad y en su contenido, podemos decir
que, objetivamente hablando, EL REINO DE DIOS ES AQUELLO QUE VINO A PREDICAR EL
SALVADOR. Él mismo lo dice: PARA ÉSTO HE SIDO ENVIADO. Por otra parte, vemos
que este Reino es ALGO QUE ANTES NO EXISTIA: es una cosa nueva, una novedad,
es, literalmente, un EVANGELIO, una nueva dispensación de Dios, inaugurado
solemnemente por el Señor, y anunciada como tal, pues él mismo dice: EL TIEMPO
SE HA CUMPLIDO.
Y
para marcar con más fuerza ese tiempo cumplido y la nueva dispensación, el
nuevo orden, el nuevo tiempo que empieza, dice: “HASTA JUAN LA LEY Y LOS PROFETAS,
LUEGO el EVANGELIO DEL REINO DE DIOS ES ANUNCIADO” (Lc. 16, 16).
El
Reino es lo que vino a predicar el Señor; el Reino es un EVANGELIO, es decir,
algo nuevo; ahora bien, para recibir esa predicación del reino y entrar en esa
nueva dispensación de Dios, al hombre se le exigen dos cosas: la PENITENCIA (la
metanoia o conversión) y la FE. Lo exige la voz severa de Juan, el Precursor;
lo exige el Señor; lo exigen sus discípulos. Todos dicen, a una: ARREPENTÍOS y
creed al EVANGELIO; ARREPENTÍOS porque el REINO DE DIOS se ha acercado. Sin la
penitencia, nadie puede recibir el Reino de Dios; sin la fe, nadie puede
poseerlo.
Pero
el Reino de Dios no es una simple renovación moral. Es un EVANGELIO, es un
MISTERIO NUEVO, y, así, la penitencia y la fe, condiciones subjetivas que debe
traer el hombre para recibir el Reino, no son, por sí solas, suficientes para
dárselo.
La
penitencia y la fe disponen al hombre para recibir el Reino, pero, dispuesto el
hombre a recibirlo, el hombre no lo recibe por su sola disposición. Y así
cuando el doctor de la Ley, Nicodemo, viene a consultar al Señor de noche,
oímos que el Señor le dice estas asombrosas palabras: “En verdad, en verdad te
digo que el que no naciere otra vez no puede VER el Reino de Dios”. Y cuando
Nicodemo le pregunta cómo podrá ser que el hombre vuelva al vientre de la madre
para nacer otra vez, el Señor le indica la RE-generación espiritual diciéndole:
“En verdad te digo que el que no naciere del agua y del Espíritu Santo no puede
ENTRAR en el Reino de Dios”.
La
penitencia y la fe, pues, se perfeccionan en el BAUTISMO, y sólo el que nace de
nuevo, de Dios, por el bautismo, puede ver el Reino, y sólo por esta Re-generación
nos es dado ENTRAR en él. Todo esto nos advierte del carácter estrictamente
espiritual, interior, sagrado, religioso del Reino de Dios. Inaugurado por la
palabra de Cristo, este misterio escondido en Dios por siglos y manifestado
ahora a los hombres al cumplirse el tiempo, pide al hombre una renovación
espiritual, es decir, que entre el hombre en sí mismo, por la penitencia, y que
se eleve sobre sí mismo, por la fe.
No
es, pues, el Reino una realidad exterior, política, en la que se pueda
prescindir de la renovación moral, y tampoco es una simple restauración o
renovación moral de algo -como la Ley- ya existente. No, el Señor predica un
EVANGELIO, es decir, un orden nuevo, una realidad nueva, una nueva
dispensación, y en ella no puede entrar el hombre sino por RE-generación, es
decir, por un nuevo nacimiento; sólo a esta nueva criatura nacida de Dios por
Cristo, en el bautismo, le es dado ver el reino de Dios.
De
ahí que el Señor diga a los discípulos estas profundas palabras: “A vosotros os
es dado el MISTERIO del Reino de Dios, en cuanto A LOS DE AFUERA, todo les
llega en parábolas”.
Dispensación
de Dios, su contenido es inefable, y su doctrina no puede ser comunicada en
proposiciones demostrables, ni dada -sin discernimiento ni preparación- para
pasto sensual del indiferente o del infiel.
Por
una disposición deliberada el Señor predica solamente en parábolas. ¿A QUÉ
COMPARAREMOS EL REINO DE DIOS? ¿A QUÉ ES SEMEJANTE EL REINO DE DIOS? En la
parábola la Sabiduría, que se justifica en sus hijos, comunica la doctrina del
Reino a los que ya son de Dios, mientras que los de afuera al negar al Señor el
arrepentimiento y la fe, al negar al Padre el fiat filial que les puede hacer hijos, viendo, no ven y, oyendo, no
oyen.
Un
mismo rayo de luz, según el ojo de la pura intención de cada uno, a éstos
ilumina, a los otros ciega. Los de afuera quedan, pues, (quedarán eternamente)
ante el PROBLEMA del Reino, es decir, sin que les sea dado saber a punto fijo a
QUÉ se refiere la parábola.
El
EVANGELIO, pues, como veis no es un código, como el Levítico, ni una sabiduría
didáctica, como el Eclesiástico o los Proverbios. El EVANGELIO es el anuncio y
la comunicación de un misterio cuya predicación no consiste, no consistió
nunca, en solas palabras.
EL
SEÑOR JESUS, atestigua S. Lucas, empezó a HACER y a ENSEÑAR; este hacer son sus
actos de virtud, actos de imperio sobre el demonio, la muerte y el pecado,
actos que permiten discernir la llegada del Reino, y que el Señor mismo los da
y los hace como el criterio de su predicación.
“SI
YO LANZO LOS DEMONIOS POR EL DEDO DE DIOS, dice a los fariseos que lo acusan de
estar endemoniado, ES EVIDENTE QUE LLEGÓ A VOSOTROS EL REINO DE DIOS”. Y cuando
los discípulos de Juan vienen a preguntarle en embajada: “¿Eres tú
ELQUE-HA-DE-VENIR (literalmente, el Mesías) o habemos de esperar a otro?”, el
Señor les muestra esos actos de poder y les dice: “Id y anunciad a Juan LO QUE
OÍS Y VÉIS”: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son curados, los
sordos oyen, los muertos resucitan, los pobres son evangelizados, y ¡DICHOSO EL
QUE NO SE ESCANDALIZARE DE MÍ!”
III
En este “¡Dichoso el que no
escandalizare DE MÍ!”, el Señor toca lo que diríamos el punto crucial,
neurálgico, del EVANGELIO, esto es, la relación entre el Reino de Dios y el Rey
de Dios, el Mesías Señor.
Los
doctores de la Ley eran bastante inteligentes para comprender que la doctrina
del Reino no podía ser una doctrina conceptual, hecha de bellas y acaso justas
palabras... Dialécticos sagaces, comprendieron desde el primer momento que, si
había llegado el Reino, era porque había llegado el MESÍAS. Esa era la
enseñanza fundamental, irrefragable, que se desprendía (y se desprende) de la
Ley y los Profetas: el Reino de Dios es la visita de Dios a su pueblo, y está
intrínsecamente ligado a la PERSONA manifestada del Mesías. Ahora bien, si
aquel EVANGELIO era el Reino, aquel JESÚS era, tenía que ser el Cristo. ¿Lo
era? ¿Podía serlo?
Ese
Jesús de Galilea, ese Rabí Jesús ben José, el hijo de José el Artesano, el de
Nazaret (¿de Nazaret puede haber algo bueno?), ¿PODÍA SER el Mesías, es decir,
el gran esperado, el ser sobrehumano de las visiones trascendentes de Daniel y
Ezequiel, y los otros Profetas?
Para
los judíos, señores, esto era no solamente el gran escándalo sino algo
sencillamente inaceptable. Los judíos (hablo de la colectividad, de la gran
masa y las autoridades del pueblo) esperaban el Reino de Dios como algo
cósmico, sensible, portentoso, como algo (en cierto modo) catastrófico.
El
Reino era la esperanza de Israel y en esa esperanza, como en un fuego ardiente,
ardían todas las pasiones. (Desde luego que los pobres, los humildes, las almas
de oración, ponían en la esperanza del Reino el recto sentido espiritual de las
promesas, una fe auténtica -como pudieran haberla tenido Abraham o David- y un
corazón puro.
Pero
éstos eran “los pocos”, eran “el residuo de Israel”, criaturas contadas, y
amadas de Dios, fieles como un gemido al soplo del Espíritu Santo...). Los
otros y estos otros, como he dicho, eran “todos”, pues eran las autoridades y
la masa del pueblo, esperaban, querían, EXIGÍAN otro Mesías.
Para
ellos el Mesías tenía que ser ante todo un VENCEDOR, es decir, el creador
victorioso de una dominación política que humillara a las naciones, y también
un VENGADOR, es decir, un hombre de ira, que juzgara y destruyera y condenara;
que sancionara con prodigios aquella hipocresía atormentada de las tradiciones
de los doctores, y aliviara con retorcidas doctrinas aquellos rencores viejísimos,
amargos y fríamente delirantes, que devoraban -por dentro- a los puros, a los
FARISEOS.
El
doctor de la humildad, el “servidor” de Yaveh, el Hijo del hombre, el Señor de
Isaías, que venía a salvar lo que estaba perdido, y en vez de la fuerza furiosa
traía la salud, y en vez de la ira, el perdón...; el Maestro BUENO que hacía
entrar al hombre en sí mismo y liberaba, y sanaba; el Rabí sin largos
discursos, sin exégesis oscuras, complicadas al infinito (es necesario leer a
los maestros de la época para darnos una idea del asombro de sencillez que
tenía que producir la palabra de Cristo...); el JESÚS temido de los demonios,
accesible a los pobres, fácil y piadoso a los enfermos, no sólo no presentaba
-a pesar de las profecías desbordantes de amor y de verdad de Isaías y Jeremías
y los Salmos- las condiciones requeridas para el reconocimiento, sino que era
LA GRAN DECEPCIÓN POLÍTICA, y la más odiosa, la más chocante aparición MORAL.
No
se acababa de saber dónde encuadraba su evangelio del Reino, y, cada vez que la
obsesión nacionalista o los rencores del moralismo le tendían el lazo
dialéctico, el Señor, puro como la luz, transcendente como la verdad, se
escapaba de sus argumentos. “DAD AL CÉSAR LO QUE ES DEL CÉSAR”. ¡Pero eso no
era responder sino desentenderse de la cuestión concreta que se le planteaba! Y
decir delante de la adúltera: “EL QUE ENTRE VOSOTROS ESTÉ SIN PECADO TIRE LA
PIEDRA CONTRA ELLA EL PRIMERO”, tampoco era decidir del caso moral sino
entrarse, ¡y con qué autoridad de Dios, que ilumina y juzga!, en la conciencia
nada transparente de los acusadores.
Y
notemos que en ambas respuestas el Señor no procede por evasión sino por
eminencia. No es por superarlos a ellos en habilidades y malicias que esquiva
la cuestión con que lo tientan, es por estar él allí adonde ellos no pueden
seguirlo, es decir, en su ser, en su autoridad, en su EVANGELIO.
El
Reino de Dios es superior al orden político, y tan superior, que sin
destruirlo, lo incluye, y nada impide que el hombre (aun el hijo del Reino) le
pague, en la pobre línea temporal de los servicios limitados que de él recibe,
un tributo; y en la esfera de lo moral el Reino de Dios es tan superior al
orden de la Ley, que, sin transgresión de la Ley pero por obra de la Gracia
(que la supera y la cumple), y tal es la NOVEDAD que trae el Reino, allí donde
la Ley no puede sino condenar, el Reino redime, salva, y crea de nuevo al
pecador dándole una nueva vida.
Ahora
bien, el Señor fue rechazado por los suyos que no quisieron recibirlo, y
condenado, no por sus palabras de doctrina, que ningún hombre habló jamás como
aquel hombre y todo el pueblo estaba poseído de admiración por su doctrina, ni
por sus obras de virtud, que todo lo hizo bien, sino por eso que decimos
nosotros cuando rezamos el “Señor mío Jesucristo”, es decir, por aquel
misterioso POR SER VOS QUIEN SÓIS. Sí, el Señor fue condenado POR SER ÉL QUIEN
ERA, es decir, por lo que decía de sí mismo, por su PERSONA, por su YO SOY; fue
condenado porque -como muy bien notaban los doctores que medían perfectamente
el alcance de aquellas palabras- siendo HOMBRE se decía IGUAL A DIOS.
La
relación entre el Reino de Dios y el Mesías, y las cuestiones de infinita
consecuencia que aquella relación entrañaba, esto es, la relación única e
incomunicable ENTRE EL MESÍAS Y DIOS, produjo el desenlace del EVANGELIO.
Si
quitamos de nuestros sagrados libros la predicación del Señor, es decir, LA
DOCTRINA DEL REINO, no nos queda en ellos otra cosa que los testimonios de la
vida de Cristo, es decir, los testimonios de LO QUE EL SEÑOR DECÍA DE SÍ MISMO,
los testimonios DE LO QUE EL SEÑOR ES.
Tenemos
los evangelios de la Infancia, que atestiguan el misterio de la Encarnación y
las manifestaciones de Cristo nacido, y luego los misterios de la Pasión del
Señor, cuyo prólogo es LA TRANSFIGURACIÓN, cuyo epílogo los forman LA RESURRECCIÓN
y LA ASCENSIÓN, y cuyo núcleo y substancia -dentro de aquel proceso político,
legal, exterior, de las persecuciones, disputas, prisión, juzgamiento y
condena- lo forma un misterio que el mundo no puede recibir, que los judíos no
podían sospechar, que el demonio acaso ni pudo conocer, es decir, la
manifestación del SACERDOCIO de Cristo a su IGLESIA, y aquel acto supremo en
que el Señor al instituir su propio MISTERIO, como Mediador, Sacerdote y
Víctima, -en ese ofrecimiento al Padre y entrega sacramental a los hombres de
su SACRIFICIO fundó y reveló, en el Cenáculo, la Nueva y Eterna alianza en su
SANGRE.
IV
Notemos, pues, señores, que
el EVANGELIO DEL REINO lleva -directamente- a la PERSONA DEL MESÍAS, y que la
disputa sobre QUIÉN es Cristo es tan fundamental que concentra y finalmente
absorbe la doctrina del Reino. El Reino será lo que sea el Cristo. Pretender
entrar en el Reino de Dios con prescindencia de la persona del Mesías, es
IMPOSIBLE.
De
dos maneras es planteado el MISTERIO DE CRISTO en el evangelio. La una es
escrituraria, jurídica, legal. La otra es absoluta, es decir, de una manera no
más rigurosa (racionalmente) pero sí más cruda, más desnuda, más fuerte: EN
TÉRMINOS DE FE.
Todos
los evangelios pero particularmente el de S. Juan -el más dramático y violento
de los cuatro evangelios- , nos dan esa interminable, atroz disputa del Señor
con los doctores acerca de su propia persona. Y es curioso ver que, mientras el
MISTERIO DEL REINO (por la trascendente novedad de su realidad espiritual) sólo
es dado en parábolas, el MISTERIO DE CRISTO (debido al magisterio, o a la
férula, si queréis, de la Ley) es planteado con el lenguaje más crudo y directo
y más reducido a términos propios.
El SÍ y el NO tienen aquí
toda su fuerza exclusiva. Ni la dialéctica ni las pasiones admitieron nunca en
aquella lucha la menor concesión. ¿HASTA CUÁNDO NOS ACABAS EL ALMA? ¿HASTA
CUÁNDO NO NOS DIRÁS SI TÚ ERES EL CRISTO?
Recuerdo
que una vez en Buenos Aires departiendo con un japonés culto acerca del
shintoísmo, y apurando yo a aquel hombre, con mi necesidad católica de
definición y claridad, para que me dijera, SÍ o NO, si su Emperador era DIOS,
aquel universitario lleno de sonrisas tuvo un movimiento de CASI impaciencia, y
poniéndose en pie me dijo con una suavidad felina: -Monsieur, (nos entendíamos
en francés) Monsieur, au Japon on ne fait pas de questions tranchantes.
Así
es. En el Japón no se hacen preguntas terminantes. Las categorías del
pensamiento en Oriente parece que no permiten cuestiones categóricas... Pero el
pueblo elegido POR EL QUE ES, el pueblo del Dios vivo, el pueblo educado por
aquel diálogo que suena cada día: -Oye, Israel, el Eterno es uno; Oye, Israel,
YO SOY el Señor tu Dios; YO, EL SEÑOR. Ego, Dominus!, no podía plantear otra
cosa sino la única que existe: LA CUESTIÓN DEL SER.
Y
así, con el mayor rigor, el de la Ley, los doctores le plantearon al Señor la
cuestión del CRISTO, y con la mayor integridad, con la mayor pureza, de la
manera más absoluta, el pueblo fue al Señor según LA FE.
Los
testimonios del pueblo brotan a cada momento, por todas partes, en el
EVANGELIO. Pero todos se resumen de algún modo en lo que dicen los discípulos
al Señor, cuando el Señor, a su vez, les plantea la terrible, la ÚNICA
pregunta: “¿QUIÉN dicen los hombres que es el Hijo del hombre?”. “Unos dicen
(le responden) que es Juan, el Bautista; otros, que es Elías; otros, que es
Jeremías o alguno de los antiguos profetas...”
Al
decir esto el pueblo confesaba su fe, su -por lo menos-BUENA FE, y entendía
decir, a su manera, que el Señor era un justo, un ungido, un ENVIADO AUTÉNTICO
de Dios.
Finalmente el Señor pregunta directamente a
sus discípulos: “Y, SEGÚN VOSOTROS, ¿quién soy yo?”. Pedro le responde, por
todos: “Tú eres el Cristo, el HIJO DE DIOS VIVO”. La confesión de Pedro es la
verdad. Esa confesión es el fundamento de la fe y a esa confesión el Señor
responde declarando tres cosas.
PRIMERO:
Que no es la carne y la sangre, es decir, que no es un acto espontáneo de la
sola inteligencia humana, lo que le ha permitido ver en él al HIJO DE DIOS
VIVO.
SEGUNDO:
Que sobre él, Pedro, la piedra, es decir, sobre su confesión esencial y
sobrenatural de la fe acerca de la persona de Cristo, Cristo fundará su
Iglesia, y,
TERCERO:
Que es necesario que esa verdad no sea divulgada hasta que pueda ser recibida
sin daño o falsa inteligencia, es decir, hasta que el Señor no sea rechazado,
condenado y crucificado, y, por su pasión, entre en su gloria. La confesión de
Pedro es el fundamento de nuestra fe, y, notadlo -y permitidme esto que no es
un juego de palabras-, EN ELLA TENEMOS LAS LLAVES DEL REINO.
Mientras
no sepamos QUIÉN es Cristo no podremos saber en QUÉ consiste el EVANGELIO DEL
REINO. Mientras no comprendamos la relación intrínseca, vital y viviente, entre
el MESÍAS y el EVANGELIO, entre el CRISTO DEL DIOS y el REINO DE DIOS, el Reino
quedará para nosotros en parábola, es decir, en una semejanza que no sabremos
nunca a punto fijo a qué se refiere.
V
Hemos dicho que esta relación
entre el REINO DE DIOS y el MESÍAS produjo el desenlace del EVANGELIO. Los
judíos veían con perfecta claridad que no podía llegar el REINO si no llegaba
el MESÍAS; negaron que aquel hombre Jesús fuera el MESÍAS y -conforme a la Ley-
lo condenaron a muerte. En su intención, la muerte de Cristo, dispersando a los
discípulos, debía de terminar con el EVANGELIO.
Ahora
bien, lo que los judíos no podían ni sospechar (con ver ellos tan agudamente la
relación que existe entre el MESÍAS y el REINO) era otra relación - intrínseca
también, y vital-, quiero decir: la relación de DEPENDENCIA que existe entre la
MUERTE de Cristo y el EVANGELIO DEL REINO de Dios. OPORTUIT PATI CHRISTUM: era
necesario que el Cristo padeciera. La ley de la Cruz -Ley arcana, si las hay, y
la más profunda de la sabiduría de Dios- les estaba vedada.
Entretanto,
en la cruz, el Padre había establecido la PRUEBA de que Jesús, su Hijo, era el
Mesías Señor: el CRISTO. Veamos este misterio. Su esquema exterior es así:
CRISTO predica el EVANGELIO DEL REINO y, por algo que dice de sí mismo, es
detenido y condenado a muerte. Ahora bien, esa muerte NO FUE UN ACCIDENTE
imprevisto y externo, que viniera a dar fin DE FACTO a un movimiento doctrinal.
Acto libre (el Señor mismo lo dice: Nadie me puede quitar la vida, YO MISMO la
pongo por mis ovejas; yo pongo mi vida para volverla a tomar; tengo el poder de
ponerla, y tengo el poder de recobrarla... (Jn 10, 17 ss.), y sagrado
(Holocaustos y expiaciones por el pecado no te agradaron, mas me apropiaste un
cuerpo.
Entonces
dije: Héme aquí... (Hebr. 10, 9 s.), fue un SACRIFICIO, es decir, algo que pasó
en lo más íntimo y más alto de la relación del MESÍAS con DIOS, algo requerido
por el PADRE para la economía divina del REINO, y algo predicado mil veces y
anunciado por el Señor (pero a oídos que no oían, a corazones que no podían
entender...).
Así
como el fruto no interrumpe el desarrollo orgánico del árbol, sino que es su
término y perfección, y lo que hace posible que el árbol alimente (pulpa) y se
perpetúe (semilla), así, la Pasión no interrumpió el EVANGELIO sino que fue su
término perfecto: fue el fruto que lo llevó a su madurez (Cristo en la cruz) y
lo hizo comunicable y perpetuo (misa y comunión). Y tal es el misterio del
Reino de Dios.
Su
predicación no está solamente en palabras (éstas sólo son explicativas) sino en
actos de virtud sobre el demonio, la muerte y el pecado. Su aceptación no
depende solamente de la audición de la palabra sino de la fe, es decir, del
RECIBO QUE HAGAMOS de la Persona del Hijo que Dios envía (Mesías) a este mundo.
Y su comunicación, aun para los que CREEN que Jesús es el Hijo de Dios, depende
del sacrificio de Cristo, es decir, de su Muerte y su Resurrección. TODOS LOS
QUE HEMOS SIDO BAUTIZADOS EN LA MUERTE DE CRISTO HEMOS SIDO BAUTIZADOS.
La RELACIÓN entre la PERSONA
de Cristo y el EVANGELIO es el punto central de la fe. La relación entre la
MUERTE de Cristo y el ADVENIMIENTO del Reino es el punto vital de su
comunicación. Esta relación es la piedra de tropiezo para los judíos, y la luz
superior con que Dios desconcierta a los infieles y prudentes de este mundo.
Para
los judíos, pérfidos, pero no infieles, es decir que han faltado a la fe
(per-fidia) pero que NO SON EXTRAÑOS a ella, el Evangelio sólo fue la causa
jurídica, digamos, de la muerte de Cristo: sustanció el proceso por aquello que
el Señor decía de sí mismo, haciéndose igual a Dios. Y para los “de afuera”
(paganos, herejes, racionalistas y demás variedades más o menos científicas o
críticas de infieles), la muerte de Cristo fue un hecho exterior, accidental,
imprevisto, lamentable, pero IGUALMENTE SIN RELACION INTERNA NINGUNA con el
EVANGELIO.
Cristo
(según éstos) dejó un alto ejemplo de constancia en los sufrimientos y de
elevación moral en la adversidad; eso es todo lo que ven los lectores de la
letra (que mata) en los testimonios (históricamente considerados) de los cuatro
Evangelios. Imaginaos, señores, que esta reunión terminara ahora,
inopinadamente, por producirse un corto circuito y pongamos que el corto
circuito no sea fortuito sino intencional y provocado por alguien. Nos
retiramos todos de esta sala, y yo sin enojo, aceptando lo irreparable del
inesperado accidente...
¿Podemos
decir que el corto circuito es la TERMINACIÓN de mi conferencia? ¿Y podremos
decir que, por haberse precisamente apagado la luz vosotros habéis logrado la
más alta y mejor inteligencia de mis palabras?
Tal
es la Pasión del Señor para los infieles. Ellos niegan su relación intrínseca y
vital con el EVANGELIO; niegan su relación esencial con la IGLESIA; niegan su
valor místico, es decir, su causalidad oculta y real, iluminadora y
sacramental, con CADA ALMA; pero reconocen (¡exquisita cortesía!; desde Judas
el saludo y el beso son clásicos cuando se trata de entregar a Cristo...) que
el Señor (para seguir con nuestro ejemplo) se retiró de la sala sin enojo, con
aticismo, con una perfecta, con una socrática ELEGANCIA MORAL!
Y
así, después de plantear el problema del Reino, y disertar sutilmente sobre las
parábolas, agregan a ese problema, otro, -más irritante para ellos y más
insoluble, pero menos literario, menos vacío (aquí, por lo menos, tienen dónde
morder)-, es decir, el PROBLEMA de la fundación de la Iglesia.
Porque
hay dos verdades clarísimas que están en la letra misma de los Evangelios y
nadie puede negarlas. La PRIMERA: que Cristo predicó el Reino de Dios; la
SEGUNDA: que Cristo fundó “su” Iglesia.
¿Qué
es, en qué consiste el tal Reino de Dios, y qué relación tiene con el Reino
esta institución VISIBLE, histórica, jerárquica y jurídica, a quien él llama
ECCLESIA MEA, “mi” IGLESIA?
Cada
25 años el racionalismo, renovando camisas en su vieja piel de serpiente,
presenta una nueva teoría -cautelosa, prudente, provisoria y “de aproximación”-
para resolver el PROBLEMA del Reino y explicar la fundación de la Iglesia. Y
todas esas teorías excluyen sistemáticamente PRIMERO: el objeto central de la
fe, es decir, que CRISTO es el HIJO DE DIOS VIVO, consubstancial al Padre,
verdadero hombre y verdadero Dios; y, SEGUNDO: que la muerte de Cristo sea el
núcleo central viviente y vivificante, del EVANGELIO.
VI
Señores, voy a terminar.
Permitidme que resuma con la mayor claridad posible los puntos de este
razonamiento que es algo así como una introducción de lo que esperamos decir
otro día sobre el Reino de Dios.
1º) Hemos visto que el Reino
de Dios es aquello que predicó el Señor. El mismo lo dice: PARA ÉSTO HE VENIDO.
2º) Esa predicación
constituye el MENSAJE del EVANGELIO, y, como tal, está consignado también en la
letra de nuestros sagrados libros.
3º) Consignado en la letra de
los Evangelios, y como tema escriturario, el reino de Dios para el EXÉGETA o el
TEÓLOGO puede ser objeto de un estudio especulativo, histórico, o de
investigación crítica.
4º) Pero así como el fin de
los grandes hechos de la Historia no es precisamente la creación de cátedras de
Historia o de Institutos de Investigación, sino el establecimiento y
constitución orgánica de los ESTADOS, así también el Reino de Dios es algo
positivo, una buena nueva, un EVANGELIO, una nueva dispensación de Dios, un
misterio predicado por Cristo, dado al mundo por Dios, y cuya realidad sagrada
subsiste por sí misma, con independencia de las investigaciones de las
ciencias.
5º) Esta realidad
(espiritual, sobrenatural, divina) trasciende como tal a la capacidad de las
solas fuerzas humanas, y pide, a quien quiera recibirla, PENITENCIA y FE, es
decir, una conversión y una elevación del corazón.
6º) Por otra parte (así como
comprar un billete de Lotería y desear vehementemente la grande NO ES SACAR LA
GRANDE), tampoco la disposición subjetiva del hombre para recibir el Reino
(hablo de la economía normal de la fe) le da el REINO al hombre si Dios no se
lo da. De ahí que al arrepentimiento y la fe, disposiciones (de la gracia,
naturalmente!) en el sujeto, tiene que seguir el acto OBJETIVO, SACRAMENTAL,
del Bautismo, es decir, la RE-generación, el nuevo nacimiento, el nuevo ser y
nueva vida recibidos de Dios, por Cristo.
7º) Hemos visto también que
la doctrina del Reino tiene una relación indestructible con la persona de
Cristo: si ha llegado el Reino es porque ha llegado el Mesías, y que esta
relación, es decir, el ¿QUIÉN SOY YO?, que plantea abiertamente el Señor mismo,
produce el desenlace del EVANGELIO. Para los que creen y se salvan Jesús es el
Cristo, el Hijo de Dios vivo. Para los que no creen y rechazan el EVANGELIO,
Jesús es un impostor, y, como decían a Pilato los judíos: “Tenemos una Ley, y,
según nuestra Ley este hombre es reo de muerte”.
8º) En tal proceso histórico,
la Pasión, que dispersó a los discípulos y dio muerte de cruz al REY DE LOS
JUDÍOS, cumplió designios inescrutables (invisibles, insospechables,
increíbles...) de la sabiduría, y, al darnos en la sangre derramada de Cristo
una NUEVA y ETERNA alianza, estableció para siempre la Iglesia y entregó, por
la Iglesia, no sólo a los judíos, sino a toda criatura el misterio del Reino.
9º) Los judíos percibieron
claramente la relación entre el EVANGELIO y el CRISTO, entre el REINO DE DIOS y
el MESÍAS SEÑOR y negaron que aquel Jesús fuera el Cristo... Esa relación es
tan fundamental que ella constituye la piedra de ángulo de nuestra fe: nosotros
respondemos a ella con las palabras de la confesión de Pedro.
10º) Pero lo que los judíos
no podían percibir era lo que el Padre tenía reservado para confundir a la
soberbia de este mundo, es decir, el misterio escondido desde el principio, la
relación intrínseca, indestructible, vital y vivificante entre la Pasión y
Muerte de CRISTO y el establecimiento del Reino de DIOS. Aun S. Pedro, y
después de haber dicho al Señor: TÚ ERES EL CRISTO, EL HIJO DE DIOS VIVO, no
podía comprender que era necesario que el CRISTO padeciera, y fuera rechazado,
y condenado, y muerto, Y RESUCITARÁ AL TERCER DÍA.
11º) La Pasión aparece así en
el medio del EVANGELIO como el acto supremo de la sabiduría de Dios. Vino a
destruir el EVANGELIO DEL REINO (en la intención de los judíos), y era lo que
el Padre tenía reservado para consumarlo y comunicarlo. SACRILEGIO como acto de
los judíos, SACRILEGIO como acto de los gentiles, SACRIFICIO en Cristo y en la
Iglesia, y SACRIFICIO que da vida al mundo para nosotros y ante el Padre.
12º) Por la Pasión, Cristo,
que tenía que padecer, entró RESUCITADO en su gloria. Por la Pasión, aquel
JESÚS, VENCEDOR DE LA MUERTE, después de instruir a los suyos durante cuarenta
días, loquens de Regno Dei (hablando
del Reino de Dios), les trasmitió formal y definitivamente su misión SACERDOTAL
de enseñanza y gobierno, diciéndoles: “TODO poder me ha sido dado EN EL CIELO y
EN LA TIERRA, por lo tanto, COMO MI PADRE ME ENVIÓ ASÍ YO OS ENVÍO. ID POR TODO
EL MUNDO Y PREDICAD EL EVANGELIO A TODA CRIATURA. EL que creyere y fuere
BAUTIZADO, será salvo: EL QUE NO CREYERE, será condenado”. El EVANGELIO
termina, señores, como empieza, es decir, anunciado el Reino de Dios. Pero al
decir el Señor resucitado a sus Apóstoles: “ID Y PREDICAD A TODAS LAS GENTES,
BAUTIZÁNDOLAS en el Nombre del Padre y del Hijo, y del Espíritu Santo “ (Mt.
28, 19), CRISTO victorioso pone en manos de su Iglesia (y hasta el fin de los
siglos) los tesoros de la NUEVA ALIANZA en su Sangre.
Todos
los que hemos sido bautizados, en la muerte de Cristo hemos sido bautizados. El
bautismo nos incorpora a la Iglesia, y por él, en ella, formamos parte de la
grey a quien (según la palabra del Señor) LE PLUGO AL PADRE DARLE EL REINO.
Dice el profeta que Dios encierra en sus tesoros, ABISMOS!
¿Qué
abismos encierra este bautismo nuestro sin el cual nadie puede VER el Reino de
Dios? Es lo que examinaremos en otra reunión y luego, a la luz de ese misterio
verdaderamente iluminador, otro día intentaremos ver (si lo deseáis) qué es el
Reino de Dios en sí mismo. Veremos qué relación tiene con la Iglesia; qué
relación con cada uno de nosotros. De qué manera ese Reino ES la Iglesia; de
qué manera puede, en cierto modo, distinguirse de ella. De qué manera ya nos ha
sido dado, y por qué decimos que lo esperamos.
Cómo
está contenido en la fe; cómo tendemos a él por la esperanza, que no burla!; de
qué manera la caridad, con la paciencia y el consuelo de las Escrituras,
aguarda su manifestación y su gloria.
Está
dentro de nosotros, está en medio de nosotros, y viene; y estando ya en él de
una manera cierta (por la fe) y firme (por la esperanza), aguardamos sin
embargo su venida.
Finalmente
a la luz de este BAUTISMO (porque el agua, como dice Santo Tomás, por su
claridad ilumina), veremos también concretamente cómo el EVANGELIO lejos de ser
una piedra de tropiezo, como para el judío, o una incoherencia sublime y
absurda, como para el mundo, o un complejo de contradicciones y problemas, como
para el hereje, es para nosotros paz y gozo en el Espíritu Santo, y
comunicación -que el mundo no puede recibir- de la vida íntima de Dios.