MULIER AMICTA SOLE
MULIER AMICTA SOLE
LA MUJER VESTIDA DE SOL
DIMAS ANTUÑA
Conferencia sobre la inmaculada
En su advocación de Nuestra Señora de Luján,
escrita para el Centro Dom Vital, de Río de Janeiro
y pronunciada allí por el autor el día 29 de Octubre
de 1943
Fue publicada en El Testimonio páginas 221-253
Reeditada por la revista Gladius 18 (2000) Nº 49 pp. 23-44[1]
I
Señores:
Vosotros sabéis que muchos
siglos antes de que el santo padre Pío IX definiera el dogma de la Inmaculada y
cuando la bienaventurada Virgen aún no se había nombrado nunca a sí misma, como
en Lourdes, diciendo: “Yo soy la Inmaculada Concepción”, la piedad de la
Iglesia rendía devoto culto a este misterio. Mientras los teólogos discurrían
sobre las conveniencias o dificultades de lo que el magisterio aún no había
revelado, el Espíritu de Dios se adelantaba a la verdad explícita preparando
los corazones con la contemplación amorosa de aquella nueva luz.
Nuestra América ha sido muy
sensible a esta doctrina. Podemos decir que ella nació a la fe bajo este signo
de la pura y limpia concepción de María. De Portugal y de España la recibieron
nuestros padres y la guardaron seguramente con fe viva y corazón puro, pues el
viajero, en las que son, hoy, naciones soberanas de este continente, encuentra
santuarios antiguos, célebres, históricos, entrañablemente populares, donde se
rinde culto a «imágenes milagrosas» que representan a la Madre de Dios en ese
privilegio de su Concepción.
El
Brasil tiene a Nossa Senhora Aparescida; el Paraguay, a la Virgen de Caá Cupé;
en la Argentina Nuestra Señora del Valle es flor de los Andes para la región
calchaquí, y Nuestra Señora de Itatí, la veneración de Corrientes
para los pueblos guaraníes.
Pero el mayor de estos santuarios está a corta distancia de Buenos Aires. Es el
de Luján. Nuestra Señora de Luján, la perla del Plata, la patrona de las tres
Repúblicas, de la Argentina, del Uruguay y del Paraguay, es también una imagen
de la Concepción de María.
Yo quisiera hablaros de esa imagen esta tarde porque es
la que he visto siempre, desde niño, y porque es una imagen vuestra. Sí,
Nuestra Señora de Luján, la perla del Plata, la cifra, el resumen en la
República Argentina, del culto patriótico y nacional, es (perdonadme este
lenguaje), es una imagen brasileña.
La historia, tradición cierta
y escrita ya desde 1737, nos dice que en 1630 un hacendado portugués,
establecido en Sumampa, a cincuenta leguas de la ciudad de Córdoba (hoy
Provincia de Santiago del Estero), habiendo levantado una capilla en su
estancia a fin de tener
en ella misa los domingos,
pidió a un compatriota suyo, un portugués residente en el Brasil, que le
enviara una imagen de Nuestra Señora.
Este buen hombre le envió desde aquí, desde el Brasil, (y
es lástima que no sepamos de qué ciudad: la crónica sólo dice que le envió
«desde aquellas lejanas tierras del Brasil») dos imágenes de María. Iban
cuidadosamente acondicionadas por separado, cada una en un cajoncito, y el
encargado de llevarlas fue un capitán de navío, también portugués. Cuando
llegaron al Río de la Plata los dos cajoncitos fueron colocados en alguna de
las veinticinco o treinta carretas que, en larga fila, formando caravana, iban desde aquel
entonces misérrimo puerto de Buenos Aires, hasta las (entonces) muy ricas y
relativamente más pobladas tierras del Tucumán y del Perú.
Esta
caravana, días y días, atravesaba el desierto; aquella llanura argentina de las
Pampas, verde, húmeda, rica de pastos y anchísima de cielo, y era un viaje
penoso, peligroso, interminable: se adelantaba al paso tardo de los bueyes,
bajo la amenaza de ser asaltados en cualquier momento por los indios.
Aquella vez, al tercer día de
camino, las carretas llegaron al río de Luján, y, en el paraje denominado del Árbol
solo, se produjo un detenimiento milagroso.
Quiero
decir que no hubo manera de mover a los bueyes uncidos a la carreta que llevaba
las sagradas imágenes, y que, cuando los paisanos (podéis imaginar no menos de
cincuenta personas) excitados por aquel hecho en el cual decían que debía de
haber algún misterio, empezaron a discurrir sobre el caso, hallaron que,
quitando de la carreta uno de los cajoncitos los animales tiraban de ella y
echaban a andar sin la menor dificultad.
Al
grito, pues, de: ¡Milagro! ¡Milagro!, entendieron todos que era particular
disposición de Dios que aquella imagen de María quedara en aquel paraje, y así
resolvieron abrir el cajoncito y se halló en él una pequeña estatua de unos
cuarenta centímetros de alto, «imagen hermosísima de la Virgen», dice la
crónica, «con las manos juntas ante el pecho». Al punto adoraron todos, y,
divulgándose el portento, empezaron los fieles a venerar a la Virgen en aquella
santa imagen, «y ella –continúa la crónica– correspondió explicándose con
repetidos prodigios y maravillas».
Todo
esto ocurría en un campo que resultó ser la estancia de un portugués llamado
Oramas, quien levantó a la Virgen una ermita –pobrísima, una choza– y le regaló
un esclavo. Este esclavo (un niño entonces pero que llegó a anciano y fue
siempre fidelísimo a su divina Señora) se llamaba Manuel y era un negro llevado
del Brasil.
Años
después de estos sucesos muere Oramas y la santa Imagen y su esclavo pasan a la
estancia cercana de una señora de apellidos genuinamente portugueses, Doña Ana
de Mattos de Siqueira, hasta que algo más tarde, y a medio siglo ya de aquella
portentosa detención de la carreta en el paso del río de Luján, un religioso
carmelita portugués llamado fray Gabriel, echa los cimientos de la primera
capilla de jurisdicción eclesiástica que se levantó en honor de aquella imagen.
Tal es, señores, la historia
de Nuestra Señora de Luján. Su imagen milagrosa llegó al Río de la Plata por
pedido de un portugués establecido en Sumampa a un portugués residente en el
Brasil; porque un portugués del Brasil la envió, desde el Brasil, confiándola a
un portugués capitán de navío, y, cuando Dios dispone que ella quede en el Río
de la Plata, el detenimiento milagroso de la carreta ocurre en la estancia de
otro portugués, que la recibe, la honra, le levanta una ermita y le regala un
esclavo.
Este
esclavo, llevado del Brasil, cuida toda su vida de la santa Imagen llevada del
Brasil, en la ermita, primero, y luego en el oratorio de Doña Ana de Mattos,
hasta que en 1677 un religioso carmelita portugués echa los cimientos de su
primer templo, origen del actual Santuario Nacional.
A
él se acogieron entonces las gentes de aquel contorno, y, sin permiso del rey
ni protección legal ninguna, empezaron a edificar y morar junto a la Virgen
llevados, decían ellos, de un deseo de vivir, como cristianos, bajo cruz y campana.
La
brasilidad, la lusitanidad, a
portuguesidade, si queréis, de la Patrona del Plata, es un caso histórico,
objetivo e irreformable. Y a mí me es grato recordarlo porque nunca he podido
explicarme por qué cuando la oratoria sagrada de nuestro país en sus grandes
arrebatos cívico-religiosos, con voz temblorosa y ademán patético (y a la vez
amenazante), agita la bandera azul y blanca y muestra a la Madre de Dios
vestida con los colores de la patria, en ese trance tan peligroso, diría, para
el buen depósito de la fe y acaso también para el carácter de los oradores,
nunca recuerda estos detalles curiosamente históricos y si se quiere cívicos y
temporales del culto de esta imagen, es decir, que es una imagen brasileña, y
que lo que Dios manifestó en ella fue religiosamente recibido, custodiado
durante medio siglo y entregado a aquellos pueblos del Plata, por mano de unos
piadosos cristianos portugueses.
De la Sabiduría de Dios está
revelado que se justifica en sus hijos, y que se ríe. Esa risa, risa del Padre,
no zahiere, pero pasa constantemente por la historia y es indudable que se
burla de nuestros pensamientos sin inteligencia...
II
Volvamos a Nuestra Señora de
Luján. Cuando yo era niño veía esa imagen pequeñita, vestida de blanco, con
manto azul, con las manos juntas ante el pecho y preguntaba por qué esa imagen,
y no otra, representaba a la Inmaculada Concepción. Nunca logré obtener una respuesta.
Las personas mayores, muy graves y devotas, me daban a entender que un niño que
preguntaba semejantes cosas era necesariamente un tonto. –Pero ¡qué
impertinencia! ¿Cómo se te puede ocurrir eso? ¿No ves que ésta es la Inmaculada
porque no tiene el Niño Dios? Es la Inmaculada porque no es la Virgen del
Carmen.
Y recuerdo también otra
respuesta, inolvidable, pero esta vez de un clérigo, que me miró y me dijo, alzando los brazos, con una
especie de elocuencia repentina, arrolladora:
–¡En lo que vas a fijarte,
criatura! ¿Pero no tienes ojos? ¿Pero no ves que ésta es la Santísima Virgen,
la Virgen Inmaculada, la que está vestida con los colores de la patria, con
el azul y blanco de nuestra
bandera? ¿Qué más quieres saber? ¡Ah, (y aquí la voz, de arrebatada pasó a
cavernosa, acusadora, patética), ah, no debes de ser tú muy devoto de la
Virgen!...
Los recuerdos de un niño son
tenaces. Lo que ve el ojo del niño queda para siempre, para toda la vida. Yo
veo siempre a Nuestra Señora de Luján no como la veo ahora cada vez que voy a
Luján, sino como la vi la primera vez: como la vieron mis ojos de niño. No os
asombre, pues, si llevado de esa visión (o de esa vista, mejor dicho, pues es
algo claro, definido y muy nítido) haya seguido siempre preguntando por qué esa
imagen –actitud, vestido, atavío, colores– expresa a la Inmaculada Concepción.
Ahora bien, quienes me llevaron en peregrinación a Luján desde que nací,
quienes me entregaron (y con fe viva, creedlo) la devoción de esta imagen como
una tradición inocentemente localista, argentina y porteña, de familia y
terruño, ya no pueden responderme.
Y yo mismo ya no puedo preguntarme a mí mismo
estas cosas como lo hacía hace diez, hace veinte años, en aquella intensa,
alocada «pampa de una noche y un día con su noche» (Fijman) que era el tiempo
que duraba, ¡oh juventud! ¡oh amigos!, nuestro camino de diez y seis leguas (sin
carretera entonces) cuando íbamos en peregrinación a pie desde Buenos Aires
hasta la basílica de Luján.
Pero
mientras todo esto se deshace o nos deja (familia, niñez, juventud, amigos...)
algo permanece. Y ahora me digo que, quien me entrega la imagen y me la propone
en el altar como un objeto de culto, rodeada y alabada del coro, tiene también
la doctrina de lo que así me presenta. Y me digo más: me digo que ella, es
decir, la Iglesia, ella sola la tiene. Sí, la Iglesia es la única que puede
responder a un niño sin falsear la pregunta ni eludir la respuesta, y con el
mismo espíritu con que el niño pregunta.
Pues
el niño pregunta sin curiosidad, únicamente porque ve, únicamente por amor a la
luz, y la Iglesia, la gran contemplativa, le responde viendo lo mismo que ve el
niño y sin divertirlo de esa vista simple que lo embebe. El coro, que rodea,
cerca, corona el altar, dilucida los misterios. Mas no con respuestas hechas ni
explicaciones de esas que no explican (el coro es ante todo comunicación y presencia)
sino por vía de iluminación, es decir, haciéndonos convivir y penetrar en
ellos. Por el coro somos una nota activa del canto. Antífonas, himnos, salmos,
lecciones, todo refiere, todo indica, todo nos pone en el camino. Andando
alrededor en cerco el Espíritu va por todas partes y vuelve a sus rodeos. Un
hombre formado por el coro si consigue escuchar puede llegar a oír, y, si oye,
podemos decir de él que halló la puerta.
El proceso de la inteligencia
para un hijo de la Iglesia puede ser expresado así: Callar, escuchar, oír. Oír,
y alzar los ojos; alzar los ojos, y ver lo que oímos. Ahora bien, ver lo que
oímos cierra el círculo, pues ver lo que oímos es hallar lo que tenemos
delante, es decir que todo esto es Bethel, todo es puerta del cielo, todo es literalmente,
la puerta de lo que está celado. La Iglesia tiene asistencia de ángeles y
cuando, según la palabra del Señor, entra y sale, las criaturas la siguen
dócilmente. En señales, en luz, en certeza, las criaturas le entregan todo lo
que dicen, todo lo que significan, todo lo que el Espíritu creador las ha hecho
decir y ha significado en ellas desde siempre.
Al
hablaros, pues, esta tarde de una imagen de la Pura y Limpia Concepción de
María que tres Repúblicas del Plata de una manera en cierto modo oficial,
veneran; al hablaros de esta imagen pequeñita, pobre y sin arte, que fue de
aquí, de estas «lejanas tierras del Brasil»
hasta el puerto de Buenos
Aires, y, que, por un portentoso detenimiento de la carreta que la conducía,
llamamos hoy «Nuestra Señora de Luján»; al hablaros de esta imagen porque es
una imagen vuestra y porque es la que yo he visto siempre, desde niño, quiero
indicaros mi
método y mi propósito. El
método es oír al coro; el propósito, verla.
Pero verla sencillamente, simplemente, como la ven los
pobres, como la ven los niños, como la ven los fieles. Como la propone la
Iglesia, es decir, en el altar y rodeada del coro.
Quien haya oído alguna vez el
oficio de la Inmaculada comprenderá que no es imposible prescindir de los
valores que dan la razón de ser histórica o iconográfica de una imagen de
María, y, yendo al original enteramente espiritual que los ha creado, iluminar
los elementos simples que presenta la imagen con las palabras de inteligencia
que oímos cantar al coro. Si la imagen es realmente sagrada, lo que ella
expresa será revelado por el coro, pues la imagen en la unidad del símbolo no
puede presentar sino lo que el coro canta en la multitud de voces de la
profecía.
La visibilidad de un objeto,
Señores, no depende solamente del ojo que mira, sino también de una cierta
distancia y de una cierta luz. Aquí nuestra distancia será el coro, y la luz,
la del altar, es decir, la luz de Cristo de la divina liturgia. Veamos, pues, a
nuestra Señora de Luján.
III
Tenemos aquí a la Virgen de
pie, con las manos juntas ante el pecho. Está vestida de blanco y tiene manto
azul. Lleva la luna debajo de los pies y en la cabeza una corona, y, toda ella,
está inscripta dentro de una gloria. El sol, rayos o dardos del sol la rodean.
Rodean todo su cuerpo, llegan más abajo de la luna, superan el círculo de
estrellas de su corona. Así como en Lourdes la Virgen apareció de pie dentro
del agujero de la gruta de piedra, así esta imagen con todos los elementos que
la constituyen –vestido, manto, atavío– está dentro de ese oro irradiante del
sol.
Tenemos en esto un primer
elemento de juicio, una primera indicación, importantísima. El coro canta: In sole posuit Deus tabernaculum suum, y
esto es determinación del lugar. La imagen es celeste y aparece en el cielo. No
corresponde a la tierra. Está de la luna para arriba.
Es necesario verla como se ve
en el cielo, como se ve una luz en el cielo. La luna es aquí línea de
horizonte, zona que divide. Para acá de la luna estamos nosotros con nuestra
tierra, y el agua, y el aire, y este cielo nuestro de ráfagas y nubes, pero de
la luna para arriba no hay mudanzas y ella aparece en el otro cielo, el
profético, el iluminado, en el cielo que influye.
En
ese cielo aparece la mujer vestida de sol, no como un astro sino como una
señal; es decir que del astro tiene la salida, la luz, el misterio de
comunicación de la noche, el alto sentido de revelación para el que vela, pero
no el Nombre. Pues es un signo, y no un astro, y así su más alta verdad no está
en cómo aparece. Y por nuestra parte, nosotros no podemos verla sino como
aparece, es decir, en el cielo y cubierta del sol; mas, si la recibimos así, en
la luz con que nos es dada, esa misma luz trasciende y nos lleva más alto. ¿Más
alto que el sol? ¿Más allá del cielo? Sí, porque cuando ella misma habla de sí
misma en el coro, oímos al coro que canta: Dominus
possedit me in initio viarum suarum. Me poseyó el Señor desde el principio
de sus obras, en el comienzo de sus caminos, antes de que crease cosa alguna...
Conforme, pues, a lo que
oímos, vamos diciendo de esta imagen: no corresponde a la tierra; su lugar es
el cielo; su morada, el sol; su habitación, in
altissimis. Pero cuando ella se explica todo eso queda superado, la mujer
en medio del sol es María en la mente divina tal como ha estado desde antiguo y
desde siempre. Dante diría: “Termine
fisso d’eterno consiglio”.
De
ahí que, con una deslumbrante libertad de señorío, use de todas las criaturas,
que, en la intención divina, son posteriores a ella, y, en una luz anterior al
sol, del sol tome nuestra imagen los rayos, el oro, la morada, y, de la noche,
el gran misterio de comunicación divina. Y
según el sol irradia ella
dice: –Dominus possedit me, y
nosotros, por verla también en ese sol, enseñados del ángel le decimos: –Dominus tecum. Pero caeríamos por
completo de la lección del coro si mirásemos esos rayos conforme a los sentidos
como un emblema brillante y más o menos accesorio de la imagen, pues el nombre
del sol no es sol, sino Dominus, y
toda la verdad de este misterio de la Pura y Limpia Concepción de María radica
en ese Dominus possedit me, con que ella misma se explica.
El
sol es el Señor, el Señor Dios. Ella está en el sol y el sol está en ella, y
esa presencia, esa participación que ella tiene de la naturaleza divina es tan
grande, que, mientras para nosotros irradia como señal en el cielo, en ella
hace su obra, y, en medio de sus
rayos, la mantiene de pie y
la viste.
IV
La relación entre el sol y el
vestido es rigurosa: el vestido es blanco porque ella está en medio del sol. Este
vestido no nos es desconocido. Lo hemos llevado todos. Es el vestido de los
cristianos, la ropa blanca, que después del crisma, nos viste el bautismo. Es
el vestido del Alleluia que la abundancia del espíritu hace llevar en las
solemnidades; túnica que la palma permite revestir al mártir, y, como término
de este proceso –pureza ritual, júbilo de la gracia que crece y victoria–, este
vestido es el vestido del triunfo, la ropa que, con la corona de oro, designa
el estado celeste.
Pero
notad, que en todo esto no hay sino momentos o fases del gran misterio de la
unión de Cristo con la Iglesia, pues, quienes llevan esta ropa lo hacen
solamente en cuanto miembros de Cristo, es decir, porque es dado a la Esposa
del Cordero el vestirse de blanco.
De ahí que los dos
Testamentos atestigüen el misterio de las vestiduras blancas. Yo recuerdo
siempre como un ejemplo típico del Antiguo aquella expresión magnífica del
deseo de la vida en Cristo que se oye en el Eclesiastés: «Omni tempore sint
vestimenta tua candida & oleum de capite tuo non deficiat!», y, en el
Nuevo, todos tenemos a la vista la realización más espléndida que sea posible
imaginar en aquel momento en que los vestidos del Señor, en la Transfiguración,
se vuelven blancos y resplandecientes como la nieve. Vestido de la vida divina
en nosotros; vestido de la unión del hombre con Dios; vestido, resplandeciente,
en el caso más alto de esa unión, en el de la unión hipostática, ¿cómo
corresponde este vestido a la mujer cubierta del sol?
¿Quién la viste de blanco y
qué voz le dice, como a nosotros: –Accipe
vestem candidam et immaculatam?
De
la luna para arriba, en un orden transcendente, celeste, unida a Dios de una
manera más alta que la nuestra y misteriosamente cercana a la de la unión
hipostática, ella no fue purificada sino preservada, y así el coro no canta de
su vestido el misterio del lino o del biso, esto, su carácter ritual, y ni
siquiera su color, con ser blanco y sin mancha,
sino el candor, es decir, el brillo luminoso, la blancura con lustre, el
abrasamiento de la luz, todo eso que tiene su punto de partida en el sicut nix de la montaña, y su extremo de
incandescencia en el candor lucis y
el espejo. Y por eso oímos al coro: Vestimentum
tuum candidum sicut nix! asimilando sus vestidos a los de la
Transfiguración del Señor; y oímos: Electa
mea candida sicut nix in libano, blanca como la nieve en la blancura, pues
líbano quiere decir blancura, y, en la forma más alta con que la pura criatura
puede asimilarse al Verbo, oímos: Candor
lucis aeternae (aquí lo blanco es esplendor), y luego: Et speculum sine macula, es decir, semejanza perfecta, no
separable, no distinguible ya de aquella luz que allí se mira.
El nombre del sol es Dominus, y, en la irradiación de ese
sol, ella dice: Dominus possedit me. El nombre del vestido: Gratia plena, y ella lo lleva desde
siempre en la mente divina. El sol mismo le viste esa ropa como blancura de su
propia luz, desde el primer instante de su ser
natural.
Pero nuestra imagen lleva
manto azul y ahora cabe preguntarse: ¿qué significa el manto?
Y, ¿qué puede ser el manto,
es decir, lo que protege el vestido, en la que ha sido concebida sin mancha
desde siempre? Y, ¿qué nombre tendrá este manto, es decir, qué señal del cielo
se nos da aquí, para inteligencia, al mostrársenos este azul entre el oro
irradiante y el vestido blanco, unido y en cierto modo sobrepuesto a la
relación íntima y necesaria que existe entre la blancura de la luz y la
irradiación indefectible del sol? ¿Tendremos aquí otro proceso como el de la
criatura in albis? ¿Será este azul el término luminoso y perfecto de algo que
ya está en todos? El coro canta: Sanctificavit
tabernaculum suum Altissimus. Santificó su tabernáculo, el Altísimo.
V
Vosotros sabéis, señores, que
el tabernáculo constaba de dos partes. La una era el Sancta, la otra el Sancta
sanctorum, y la una estaba separada de la otra por un velo. El Sancta era
figura del mundo corporal; el Sancta sanctorum figuraba el mundo más alto, el
de las substancias espirituales, y el velo de cuatro colores que los dividía,
designaba, con esos colores, a cada uno de los cuatro elementos cuya materia
nos oculta la vista de las substancias incorpóreas.
En
este velo el color blanco corresponde al elemento tierra; el azul, al aire; la
púrpura, color violáceo muy subido, al agua; y la grana dos veces teñida (rojo
vivo), al fuego. A su vez la correspondencia con los elementos tenía una
significación espiritual. Y así, el blanco, que designa la tierra significa la
pureza de la carne; el azul, color del aire, la meditación de las cosas
celeste; la púrpura, violeta profundo, en la amargura del mar, del agua,
designa el sufrimiento, y, la grana dos veces teñida, en el doble precepto de
la caridad, como en dos llamas de fuego que se unen, manifestaba el amor.
Apenas necesito deciros que
todo esto primaria y fundamentalmente corresponde a Cristo. Que el blanco,
color del elemento tierra y pureza de la carne designa la Encarnación
(resplandeciente a nuestros ojos en la Transfiguración del Señor). Que la
púrpura –violeta, agua, mar, amargura– representa la Pasión. Que el azul –aire,
espíritu– es la posesión actual que tiene el Señor del mundo divino, pues «el
Señor es espíritu», y que, en la grana dos veces teñida, el fuego, está, como en
Pentecostés, la donación para siempre que nos hacen el Padre y el Hijo de su
Espíritu Paráclito. Pero lo que importa ahora a nuestro propósito es ver cómo
esos misterios corresponden a la Inmaculada y cómo, en la fuerte síntesis del
símbolo, ellos se dan en nuestra imagen.
El
blanco, elemento tierra, pureza de la carne, promesa y signo de la Encarnación,
lo hemos visto ya en la blancura del vestido que va, precisamente, del sicut nix de la montaña al candor lucis de la más alta unión con
Dios. Después diré cómo se cifran aquí la púrpura y la grana dos veces teñida.
Y en cuanto al azul, ¿diremos que su manto es la meditación de las cosas
celestes? ¿Sería la divina contemplación lo que protege en ella el vestido,
sería, literalmente, este azul el manto de María, la que escucha al Verbo, así
como el vestido al recibir la luz divina significaría a Marta, que lo hospeda?
Nuestra imagen es celeste y
la mujer cubierta del sol está en un orden tan transcendente, que, así como el
blanco con ser pureza, y pureza inmaculada, en ella no es blanco de lino o de
biso sino resplandor de la luz, así este azul, con designar realmente la
contemplación divina –meditación de las cosas celestes y manto que la cubre por
completo, desde la cabeza, quiero decir que es manto y velo a la vez– en ella
tiene un sentido que no podremos ver en su verdadero alcance teológico, quiero
decir, en la posición precisa que tiene en la imagen entre el Dominus possedit me del sol y el Gratia
plena del vestido que el sol le viste, si no lo vemos primero donde primero
aparece, es decir, en las manifestaciones divinas de donde procede este azul,
aun para el tabernáculo, aun para las vestiduras sacerdotales de la Antigua
Ley. Me refiero a las teofanías. En ellas el azul, nuestro azul, tiene un lugar
preciso y una significación altísima.
Así,
en el Sinaí, cuando ascienden Moisés y Aarón, y Nadab, y Abiú, y los setenta
ancianos, recordaréis que todos ven al Dios de Israel,y, debajo de sus pies, sub pedibus ejus, dice la Escritura, ven
una obra de piedras de zafiro, un azul semejante al del cielo cuando está
sereno. Y cuando Ezequiel tiene la visión de la Majestad que,
especulativamente, es una de las visiones más altas de la esencia divina que
hay en la Antigua Ley, este mismo azul aparece, cruzado por reflejos de cristal
–aparece por sobre la cabeza de querubines y también inmediatamente debajo de
la Majestad de Dios. Y dice el profeta que era como una piedra de zafiro y como
semejanza de un trono.
Y notad ahora que en nuestra
imagen el azul está, como en las teofanías, entre la pura criatura y la
divinidad, es decir, entre los vestidos blancos y los rayos del sol. Y si su
vestido es blanco, con toda la riqueza de sentidos que tiene el blanco como
expresión de la vida divina en nosotros, desde la pureza de la carne hasta el
esplendor de la luz, este azul, misterio de aire, del firmamento, meditación
religiosa de las cosas celestes, es la expresión del mundo divino. Es azul y
azul como el color del cielo cuando está sereno, pero es necesario verlo en los
relumbres propios de la piedra preciosa, entre el jacinto y el zafiro, porque
es lo que está inmediatamente debajo de los pies de la Majestad, y, en ese
misterio de alta contemplación, el color del cielo cuando está sereno deja
traslucir yo no sé qué profundidad de perfecciones de aquella victoriosa extensión
cristalina del océano celeste. ¡Señal grande en el cielo la mujer vestida de
sol! Sus vestidos son blancos como la nieve y el resplandor de la luz le hace
decir: “Yo soy la Inmaculada”.
Su
manto es azul y este azul nos indica su posición en el mundo divino, su
primacía sobre todas las criaturas, el desde antiguo y desde siempre: Et ego jam concepta eram. Si en el
blanco se encuentran la pureza de la carne sicut
nix, y la iluminación del alma (candor lucis), en este azul está la posesión
del mundo celeste, su serenidad
inalterable, su firmeza, todo ese misterio de la obra de zafiro que en
el cielo visible es firmamento y, en la inteligencia de las cosas invisibles
(por analogía de ese mismo firmamento) designa la economía universal de la fe.
Porque
la fe es el velo de la visión como el firmamento lo es del mundo divino. La fe
es el argumento de las cosas que esperamos, y por eso la piedra de zafiro tiene
semejanza de trono. La fe, como el firmamento, es asiento y cielo, a la vez, es
decir que contiene la realidad espiritual y, como el cielo, la vela y revela al
mismo tiempo.
Es persuasión de los Santos
Padres que, en la obra de los seis días, el segundo, la expansión del
firmamento, es un reflejo, para nosotros, del contenido y de la inalterable
serenidad del mundo divino. Ese cielo que influye, movido y sosegado; profundo,
y lleno de divinas luces; sereno, y de una inalterable firmeza, nos oculta la
visión, pero, en destellos, en música, en silencio, en orden, eleva los
sentidos de la tierra y enumera, narra, avisa, da razón de la gloria.
Que
una criatura esté vestida de blanco quiere decir, pura y simplemente, que halló
gracia. Si ese blanco, más que color es blancura luminosa, el vestido de luz
nos hará decirle, deslumbrados: –Ave, gratia plena!
Pero
si una pura criatura tiene por manto el azul, el firmamento, lo que con
reflejos de cristal aparece por sobre la cabeza de los querubines, y es obra de
zafiro, y es semejanza de trono, de ella diremos, que es única, que Dios la
conoce por su Nombre y que la ha elegido desde siempre. Y por eso la Única es
la Inmaculada.
Si
del vestido dijimos: lo lleva desde siempre en la mente divina, el mismo sol le
viste ese vestido desde el primer instante de su ser natural, de este manto
diremos: que lo lleva desde siempre en el consejo de Dios y que aparece en
ella, sobre el esplendor de su ropa, cuando ella pronuncia el fiat de la Encarnación. Y si el aumento
de la luz en el vestido nos ha llevado a decirle: Ave, gratia plena!, la obra de piedras de zafiro, el cielo con
reflejos de cristal, el azul que es fe y es firmamento, nos hace decirle como
Isabel (e Isabel quiere decir “descanso de Dios”): Beata qui credidisti! ¡Bienaventurada tú, que has creído! Porque tu
manto es la fe iluminada, es decir, el firmamento lleno de divinas luces. Fe de
virgen y contemplación de María; posesión por la fe del mundo divino y
producción virginal de su misterio en la tierra...
La Sabiduría llama al sol: Vas admirabile. La Iglesia, a la
Inmaculada: Vas spirituale. En nuestra
imagen el Vas admirabile irradia
dardos y nos ofrece en su centro al Vas
spirituale reluciente de luz. El coro canta la blancura de su ropa, ya
nieve, ya resplandor, ya espejo, y del azul de su manto hemos visto que es
firmamento, zafiro, perfecciones de cristal. Así como el blanco sin dejar la
blancura llega a ser puro espejo, así este azul, sin dejar la firmeza del cielo
penetra hasta la profundidad cristalina del océano celeste. Pero todo en la
mujer amicta sole es efecto del sol, y, ante ese abrasamiento de la luz, ante
ese misterio del desde antiguo y desde siempre Dominus possedit me, que en la ropa es la vida divina y en el manto
la economía universal de la fe, comprendemos el estupor del profeta que mira el
sol de radios ígneos y pregunta: –In
conspectu ardoris ejus quis poterit sustinere?
VI
Delante de su ardor ¿quién
podrá estar de pie? ¿Quién, sino ella solamente, la Única, la Inmaculada? Y,
¿qué es estar de pie, señores? Y, ¿qué hace esta mujer de pie en medio del sol?
Estar de pie es negación de
la caída y a la pregunta: ¿Qué hace la mujer de pie en medio del sol?,
responderemos preguntando: ¿Qué hace el cristiano de pie cuando oye el
Evangelio? Estar de pie es un acto único que contiene todas las acciones.
Mientras el-que-hace pasa de una acción a otra y el que contempla descansa, sedens, en el objeto contemplado, este
estar de pie en medio del sol abraza todas las perfecciones de la manera más
eminente. Es el: Praesto sum, de
José, es decir, la obediencia que crece; es la dignidad de la libre, es decir,
la igualdad del amor; es stare, permanecer, es decir, lo que permite a la
criatura tener la vista fija delante de sí y juntar las manos ante el pecho.
Porque notaréis que nuestra imagen no mira ni hacia abajo, ni hacia arriba.
No
es la madre de misericordia que se inclina a los hijos de Eva, ni la Madre de
Dios asumpta a quien aspira el
Espíritu Santo; es María, es Raquel, es la mujer con la vista fija cuyos ojos
no divierten de la visión del principio; la mujer cubierta del sol, que, en el
doble centro de rayos del Dominus
possedit me mira al sol, o, si queréis, (porque en esto radica su gloria)
es mirada. El sol la mira.
Y ahora, si buscamos qué hace
la mujer cubierta del sol que está así de pie con la vista fija delante de sí,
descubriremos la consumación de este misterio y la unidad perfecta de la
actitud de nuestra imagen, al ver que lo único que hace es juntar las manos.
Las
imágenes de María nos muestran ordinariamente a la Virgen con las manos
separadas y con algo en las manos. Izquierda y derecha, lo que lleva o padece
la izquierda, es decir, lo que está sobre el corazón, lo comunica la derecha.
En
la izquierda, sobre el pecho, está casi siempre el Niño Dios y su derecha
comunica a Cristo; ya para que los cristianos se revistan de su Encarnación,
que eso es darnos el escapulario, en el Carmen; ya para que vivamos de los
misterios de su vida, y eso es el Rosario; ya para que nos proteja su poder
inclinando a nosotros el cetro, como en María Auxiliadora, etc. Así, pues, el
hombre no tiene sino sus dos manos y no puede otra cosa sino hacer y padecer. Y
lo que padece la izquierda es la decisión, la fuerza, la grandeza (o el
desastre, o la miseria) de lo que hace la derecha.
Algo, pues, posee la
izquierda, algo da la derecha, pero aquí, dentro del sol, en la mente divina,
en la imagen celeste que es origen y término de todo, las dos manos se juntan,
solamente, y se juntan ante el pecho.
¿Qué
significa esto? Estar de pie, negación de la caída, consecuencia del vestido
blanco, es lo propio de la Inmaculada. Mirar delante de sí, visión del
principio, resultante, presión (diría) del manto azul, es lo que corresponde al
desde siempre: Et ego jam concepta eram.
Juntar las manos y juntarlas ante el pecho, es el acto supremo.
Lo
que la mantiene para siempre de pie, lo que la fija, para siempre, en la
visión. Aquello a donde no llegará nunca por sí sola la acción y como acto
inescrutable de Dios en la criatura deificada, suspende y arroba y es la eterna
admiración asombrada de la contemplación. Juntar las manos es el acto de la
Virgen, el: –Ecce, ancilla Domini,
hágase en mí según tu palabra. Porque ved ahí que ella junta las manos ante el
pecho, y, ante el pecho es negación de sí. Y que, al juntar las manos sus
palmas coinciden, es decir que esta coincidencia produce el est, est
del Evangelio, el fiat, fiat de la Antigua Ley, el amen, amen de la Nueva. Asentimiento a la suprema realidad, a la única
cosa necesaria, fuera de la cual no hay nada, fuera de la cual todo viene del
malo; cumplimiento de lo que ven los ojos en la visión del principio (Fiat mihi de la esclava que la lleva a
esposa y libre); deseo del Antiguo Testamento y novedad y cumplimiento del
Nuevo. Pues el Antiguo está, todo él, en aquel fiat, fiat del salmo con
que clamaron los padres por la promesa, y el Nuevo descansa, aun en la propia
boca de Cristo, en el amen, amen con que el Señor revela los misterios más
altos, y cumple y renueva todo.
¡Qué señal grande en el cielo
ésta de las manos juntas ante el pecho! Yo quisiera poder decir algo de la
belleza, de la nobleza que tienen esas manos que no hacen, que no pueden hacer
nada... Que no hacen nada, no por ocio, ni desaliento, ni cansancio, sino
porque sus palmas coinciden. Que no pueden hacer nada, no por impotencia, sino
por memoria de la sola justicia, es decir, por perfección de coincidencia dada
solamente a los que han entrado ya de veras en el poder del Señor.
Nuestra
manos se afanan. Hacen, o piden, o dan, trabajan, ruegan, amenazan, o se abren,
o se apiadan, y en todo esto están diciendo que algo falta. Nuestra acción
(Marta en afanes), nuestra pobre acción, tan agitada y pasajera, es acción de
indigencia. Sólo al sacerdote en la Misa después de orar elevando las manos
separadas (como Abel, o Abraham, o Moisés, como el Señor en la Cruz), cuando
dice: per Christum dominum nostrum,
le es dado juntar las manos, y, en esa correspondencia, porque las palmas
coinciden, y en esa negación de sí, porque las junta ante el pecho, proclamar
que todo está cumplido y todo nos ha sido dado en Cristo y en la Iglesia.
Pero
la luz altísima de este gesto, el signo inequívoco que lo orienta, su señal en
el cielo, aparece aquí, en las manos juntas de la Inmaculada: en el est, est, fiat, fiat, amen, amen con que
sus palmas coinciden, juntando así los dos Testamentos y reuniendo ante su
pecho el: “He aquí que vengo”, de la Encarnación, al Consumatum est, de la Pasión. Comienzo y término y admirable
belleza, porque en su estar de pie todo está contenido, y, en sus manos juntas,
todo consumado.
Y
si en este verdadero velo del Tabernáculo el blanco es la pureza de la carne y
el azul la posesión por la fe del mundo divino, sus manos son ciertamente grana
dos veces teñida, es decir, el color que corresponde a la caridad, la suma
perfección del amor, los únicos dos mandamientos.
Doble fiat, a la Creación y la Encarnación; doble amen, in Christo et in
Ecclesia; est, est del asentimiento evangélico, acto de María que junta para
nosotros el cielo a la tierra, como une en ella y mantiene para siempre unidos
en ella, el manto azul al vestido blanco.
Porque
notaréis que en la economía del vestido quitado el sol desaparece la ropa
blanca y se desvanece el manto, y, en la de la actitud, ni el estar de pie ni
la vista fija delante de sí son terminantes. El que está de pie puede caer, y
cae, y, el que ha llegado a ver, divierte. Todos estos actos pueden pasar.
Puede perder el hombre lo que tiene. Sólo este juntar las manos y juntarlas
ante el pecho proclama la perfección consumada. Victoria del estar de pie sobre
la caída y seguridad para siempre de vista fija; est, est que permite a la
criatura permanecer, es decir, ser lo que es, tener lo que tiene y recibir su
corona.
VII
Y aquí, ¿qué corona? El cielo
mismo. No como profundidad sino como manifestación, como brillo. El cielo como
himno, la noche iluminada que responde al día, la respuesta que, en las
riquezas de la luz, le dan al sol la luna y las estrellas –es decir, todo ese
misterio del atavío de nuestra imagen, que, en la luna proclama su victoria, y,
en la corona, el triunfo. El coro canta: Luna sub pedibus ejus, y así vemos que la luna está debajo de sus pies,
pura y simplemente. Quiero decir que ni ella pisa la luna hollándola, ni sus
pies se posan o descansan en la luna. Y no es una sutileza decir que la luna
está debajo de sus pies pero sus pies no la pisan. En el paraíso de Adán la
Inmaculada pisa la serpiente en acto de hollar, calcar, humillar, apretar,
triturar o desmenuzar algo con el pie. Pero nuestra imagen es celeste y aquí no
está ella en el paraíso de Adán sino en medio del sol, y por su lado la luna no
es la serpiente, es decir, no es un misterio de maldición o iniquidad –y así,
ella no pisa la luna. ¿Qué hace? La supera. La supera solamente, pues tampoco
se posa ni descansa en ella.
La luna es lo mudable, lo que cambia, y la mujer que está
en medio del sol no puede estar de pie sobre lo que crece y decrece, y ya
aumenta, ya mengua, y lleva señales de la multiplicidad, y ofrece defectos y
mudanzas de la concupiscencia. No pisa, pues, la luna, ni descansa en ella. La
luna está debajo de sus pies, y, ved (otro misterio), la luna la ilumina.
Sí, la luna ilumina a la
mujer que está en medio del sol. Porque en la luna hay luz y esa luz de la luna
(luz del sol que descansa en la luna) por misterio de Cristo le pertenece.ç
De
manera que lo que la luna recibe de la tierra (la mudanza y la multiplicidad),
queda superado, pero, lo que la luna recibe del sol, es decir, luz (y un
misterio especial de la luz que es plata, y marfil, y nieve, es decir, fe, y fiat, y parto) le pertenece. Y con ser
la luz del sol perfecta es exigencia de la gloria que al abrasamiento de la luz
que irradia responda esta luz blanda, como al Verbo eterno, luz de luz en el
Padre, responde la luz piadosa del hijo de la Virgen, luz del Verbo hecho
carne.
La
luna, pues, es el principio de su atavío y proclama su victoria. Pero en ella
no solamente hay victoria sino también triunfo. No solamente ha vencido, no
solamente lleva algo debajo de los pies, sino que tiene un lugar, y, ¡qué
lugar!, en el cielo. Y este misterio del triunfo se manifiesta en la corona. El
coro canta: Et in capite ejus corona
stellarum duodecim. La corona corresponde a la economía de la cabeza y es
doble. No son dos coronas, es una sola, pero doble, es decir, que, de oro y de
estrellas, según el oro indica el señorío y conforme a las estrellas, la
soberanía.
La
corona de oro (de reina) indica que es señora desde siempre y al decir Señora,
la llama literalmente por su nombre, pues decir: María es tanto como decir
Señora. Esta corona de oro es como el lazo que ajusta a su cabeza el orden de
los cielos, es decir la perfección esplendente de las doce estrellas, que, por
ella, notifican el misterio de Cristo aun a los mismos ángeles.
No son, pues, indiferentes ni
arbitrarios, ni decorativos, no son caprichos del barroco los elementos que
forman la corona. Ni el oro que viene del sol y representa a la divinidad: Dios
que corona sus propios dones, oro que sanciona en la criatura su obediencia a
la luz: ni la
forma, que indica el señorío y
la llama por su Nombre mostrándonos que la mujer cubierta del sol es ésta,
María; ni las doce estrellas, que, tomando del oro la plenitud de comunicación
divina del septenario (tres más cuatro) le da el sentido circular de la
plenitud manifiesta (tres por cuatro) y proclama a los cielos en la expresión
universal de la obra de Dios que designa el número 12, el misterio de la
Iglesia.
Porque
como sabéis, en la Iglesia 12 patriarcas guardan la simiente de la promesa; 12
profetas anuncian las iluminaciones del Verbo; 12 apóstoles dan testimonio de
que el Espíritu ha sido dado, y 12 puertas talladas en perlas dan acceso, a los
hijos, a la Jerusalén de lo alto, nuestra madre. Y sobre el origen, secreto; y
el anuncio, por voces; y la entrega, por testimonio, y el acceso, por gracia,
las 12 estrellas tomando sus luces de esos cuatro misterios que glorifican y
explican, y ajustando la alegría de los cielos a la claridad virginal de la
nueva criatura, proclaman el triunfo universal, católico, de la Inmaculada. Y
así, la corona, de oro dice que es Señora, de estrellas, dice de qué es Señora.
Pues podría ser señora de sí misma y ser su corona de oro, solamente, es decir,
la aureola, el término divino de la ropa blanca y del estar de pie. Y todo eso
lo es, pero María es más, inmensamente más que todo eso. Es más que una mujer,
es la mujer. Es más que una virgen, es la Virgen. Y así es necesario que su
corona responda también al misterio del manto y al misterio de sus manos juntas
ante el pecho, es decir, al azul del mundo divino que la cubre y a la
coincidencia, en sus palmas, de los dos Testamentos.
Y como esto es preparación, y
producción, y parto, si queréis, del misterio de la Iglesia, sólo las 12
estrellas, es decir, sólo el esplendor triunfante y trascendente de la Iglesia
que une a la tierra los cielos, puede manifestar esa gloria desenvolviendo en
el sentido de plenitud manifiesta que tiene el número 12, las perfecciones
divinas contenidas en la corona de oro.
VIII
Acaso hemos dicho algo acerca
de los elementos que constituyen nuestra imagen. Tres corresponden al ser: el
sol, la ropa blanca y el manto azul. Tres, a la actitud: el estar de pie, la
vista fija y las manos juntas. Tres, a la manifestación gloriosa, es decir, la
luna, la corona de
oro y las estrellas.
El
Dominus possedit me le viste la ropa
blanca como resplandor sin mancha de su propia luz, y, entre el sol y el
vestido, la mulier amicta sole lleva
el manto azul. La dialéctica de nuestra imagen es rigurosa. Porque junta las
manos lleva la luna debajo de los pies; porque tiene fija la vista en la visión
del principio su cabeza da un centro a las estrellas. Del sol proceden el
vestido y el manto y de la mirada del sol la vista fija, que contempla (María);
su estar de pie, que permanece (Inmaculada); y sus manos juntas ante el pecho,
que consuman (Conceptio). El estar de
pie y el vestido blanco son un mismo trazo espiritual, una misma palabra,
revelación y saludo del clarísimo: –Ave,
gratia plena!
Las
manos juntas y el manto azul son igualmente una misma realidad, un mismo Amen,
una misma posesión, por el Fiat, del
misterio de Cristo.
Y el sol y la mirada fija son
como un instante que no pasa. Origen y perfección, punto irradiante del Dominus possedit me, Dios en la criatura
y criatura estable en Dios, el misterio de la unidad tal como solamente el
Señor ha podido decirlo en su Evangelio. Y cuando esa correspondencia de lo que
constituye nuestra imagen y de lo que la expresa se manifiestan en el atavío,
éste, en la luna, la corona de oro y las estrellas, nos da también tres
elementos que corresponden rigurosamente a los tres que fundan el ser y a los
tres que expresan la actitud. La luna debajo de los pies es el trofeo debido a
la claridad de la nueva criatura, es decir, a la vestidura blanca y al estar de
pie.
Y
la corona, de oro designa la unción regia, el misterio de señorío que da la
unión con Dios, lo que resulta de la mirada del sol y de la vista fija en el
sol, lo que dice aquel nombre de Israel, que igualmente se interpreta como
el-que-ve-a-Dios y el que es príncipe-con-Dios y en las doce estrellas
manifiesta el alcance, la plenitud, la universalidad de su gloria, y corresponde
al manto azul que es posesión por la fe del mundo celeste, y a las manos juntas
que son el doble Amen, el doble Fiat, el Est, est que lo producen en la tierra.
Pero
por perfectas que sean las correspondencias y relaciones internas que ajustan
nuestra imagen, pienso que su lógica no iguala a su gloria, es decir, a la
claridad, al brillo de su salida al misterio que oímos al coro cuando canta: A summo coelo egressio ejus, y la ve
subiendo, resplandeciendo, manifestándose en los destellos y en las riquezas de
la luz.
Porque ella es luz y todo en
ella es luz. Luz irradiante de la Majestad en rayos y dardos ígneos del sol;
luz piadosa, benignidad de nuestro Dios, en la luz blanda que descansa en la
luna; luz jocunda, alegría de los ángeles, en el: Aquí estamos de las estrellas
que guardan las vigilias.
Y en su ropa blanca luz de
perlas y diamantes. Porque ¿cómo sería extraña la margarita del reino a la vida
divina en nosotros, y, cómo esa vida estaría privada del Oriente de lo alto que
nos visita y habita en la perla, y de las luces perfectas del iris que nos
entrega el diamante en las aguas del prisma?
Y
en su manto luz de gemas. Porque ¿quién podría impedir que resplandecieran los
fundamentos de la ciudad celeste en ese manto que baja como ella del cielo, de
la presencia de Dios, y, en la economía universal de la fe y en las riquezas de
la divina contemplación entrega profundidades del misterio que vela y revela, y
anuncia, y oculta? El coro en un himno llama a la Inmaculada aula lucis. Et aula lucis fulgida! El aula
lucis es nuestra imagen. Sala de la luz, escuela de la luz, con todas las
riquezas de la luz y todas las lecciones y las armas de la luz. Así aparece,
así brilla, ¡señal grande en el cielo! Tal es su salida ante los ejércitos de
las criaturas.
Las criaturas menores, las
criaturas que gimen y están como de parto hasta ahora esperando la
manifestación de los hijos, ven la luna debajo de sus pies, ven que la luna ha
sido superada (al fin), y dicen: Hosanna!
Las criaturas que alaban, los hijos de la mañana, ven su rostro en medio de las
doce estrellas, y ante ese espejo en que desean mirarse, espejo de justicia,
exclaman Alleluia! Y los hijos de la
coincidencia de sus manos, nosotros, que la vemos resplandecer en su salida, irradiar
en su victoria, uniendo nuestro fiat
a su fiat, de nuestro valle clamamos
a ella, esperanza nuestra, y decimos: Amen!
Y
sobre estas tres palabras que acompañan su egressio,
sobre este Hosanna, y este Alleluia, y este Amen ¿cuál es la palabra de ella? Ella, ¿qué dice? ¿Qué dice la
mujer de pie cubierta del sol? ¿Qué dice la Inmaculada reluciente de luz?... La
criatura sin mancha en las riquezas de la luz, mientras fulguran en ella el
vestido y el manto, y el sol y la luna, y las estrellas, mientras la luz
deslumbra y se derrama, la Inmaculada en las cataratas de la luz, dice esta
sola palabra: Nigra sum.
Sí, ésa es la palabra de su
rostro, su más hondo misterio, su revelación secreta: Nigra sum, sed formosa. Soy negra, pero hermosa: ¡me ha mirado el
sol! Y aquí llegamos, señores, al último color del velo del Tabernáculo. Hemos
visto el blanco, y el azul, y la grana dos veces teñida. Aquí, en el nigra sum está el sentido de la púrpura,
es decir, lo que corresponde al misterio de la pasión.
Y
vosotros sabéis que el coro canta de su rostro que resplandece como el sol,
pero eso no quita que, en sí mismo, aparezca oscuro, es decir, recibiendo y
padeciendo la mirada del sol, el rayo superluminoso de la tiniebla divina, la
impresión en la cara de la profundidad de Dios, lo que quita todo color y hace
pasar a la criatura del yo al no-yo y del ser limitado al no-ser de amor
transformante.
Consuelo
nuestro, su rostro. Consuelo nuestro, en la esperanza nuestra saber que María
es divina pero no es Dios. Que Dios la posee desde siempre en los esplendores
de la luz pero que ella es criatura, pura criatura, que ella es nosotros (Nigra sum), nosotros en la mente divina
desde siempre y en la gloria del Padre para siempre! El Padre, en el origen, le
dice: Única, Inmaculada. El Verbo, en la igualdad, Hermana, Esposa, y del
Espíritu Santo en el término de los misterios sagrados tiene el ser la
virgen-que-concibe, es decir, Virgen y Madre. ¡Ah, nuestra imagen es celeste y
los cielos de los cielos la celebran! Pero su gloria es no-ser en el Ser y la
palabra de su rostro es este admirable:
Nigra sum! en las cataratas de la luz.
IX
Y ahora, señores, ved ahí que
el nigra sum nos introduce en un
nuevo misterio. La intensidad de la luz nos hace pasar de la dialéctica de
nuestra imagen a lo que me atrevo a llamar su patética. Porque si la más alta
perfección nos está dada o se imprime en la tiniebla, esto nos permite
verificar la autenticidad de nuestra imagen con otra, que expresa a la
Inmaculada pero fuera del sol, fuera del cielo, no como signo para la
inteligencia sino como espada en el corazón.
Permitidme
que os muestre esas correspondencias que existen entre nuestra imagen de la Pura
y Limpia y otra imagen de María que, en el Río de la Plata, hallaréis siempre
en la capilla del Sagrario y que llaman allí la Dolorosa. Es la mujer de pie Juxta crucem, la Inmaculada en el
misterio de los 7 dolores. No celeste, sino terrestre; no en medio del sol,
sino en la noche. Está de pie en el Calvario (el lugar de la calavera) vestida,
no de blanco sino de una túnica violeta o morada, púrpura color de borra de
vino: la ropa de embriaguez de los que pisan el lagar, la túnica de sangre de
la vendimia de Yaveh. Su manto no es azul, sino negro pues tenebrae factae sunt, se hizo la noche, se hicieron las tinieblas.
Y sobre ella se acumulan las tinieblas junto con la maldición del que cuelga
del madero.
Debajo
de sus pies no está la luna sino la muerte, es decir, la calavera de Adán. Y en
su cabeza no hay corona de oro sino diadema de plata, y no 12 estrellas, sino
7. No lleva en su atavío el 3 por 4 circular, esplendoroso; lleva el 3 más 4
septiforme que es plenitud de comunicación divina en el alma que padece.
Y
en su vestido no hay perlas ni diamantes; solamente, en oro, racimos de uva. Y
en su manto no hay gemas; solamente, en oro, espigas de trigo. Su vestido es la
sangre de la Pasión, su manto es la noche de la Compasión. En su vestido
florece la vid del Cáliz; en su manto, las espigas del Pan. La Pasión y la
Misa, la contemplación y la vida en Cristo visten aquí a la Inmaculada.
Esta imagen tiene un precio
de Sangre. Esta imagen es el precio de la luz dentro del: –Dios, Dios mío, ¿por
qué me has desamparado? Y por eso la luz que resplandece está ausente de ella,
y sus manos están juntas, sí, pero apretadas. No son las dos palmas en la paz
que consuma. Son los dedos, los 10
dedos, en el rigor de la justicia, es decir, trenzados, enclavijados.
Del
Padre tiene las 7 estrellas de la soberanía; del Espíritu Santo, las 7 espadas
del dolor; del Hijo, ausente, el pañuelo blanco. Y esta imagen donde todo es
tinieblas es la prueba patética de la autenticidad de los símbolos de nuestra
imagen celeste. En aquella todo es luz y en los esplendores de la luz su rostro
es negro. En ésta están las espesuras de la noche; ésta, toda ella, es: nigra
sum, pero su rostro es luz. Es la luna pascual, espejo de justicia, claridad de
azucenas, luz de lágrimas, cuchillos, y blancura, y balido de corderos que degüellan...
Termino esta conferencia.
Por razones íntimas siempre
había deseado decir una palabra acerca de la Inmaculada, acerca de Nuestra
Señora de Luján. Convenía quizá, que esa palabra fuera dicha aquí, en estas «lejanas
tierras del Brasil» de donde nos fue llevada su imagen.
Lo
que he dicho no pretende ser doctrina sino simplemente un atisbo, una sospecha,
una intuición de poeta. Esta imagen es sagrada y, como tal, no se manifiesta a
la estudiosidad o curiosidad intelectual, sino al corazón sencillo, y conforme
a las leyes –en cierto modo sacramentales– del altar y del coro.
Si
no crees, no podrás entender, y, si no oyes, nunca podrás ver. El altar es el
fundamento y la luz de la imagen, el coro es su artífice. Sosegando las
potencias para poder oír, y alzando los ojos para ver lo que oímos, yo creo que
la imagen aparece y se manifiesta.
El
altar la ilumina y la voz del coro la alaba; la voz del coro persuade. Yo no sé
si mi voz persuade. Se necesitaría ser un verdadero poeta, es decir, un hombre
despojado con palabra de revelación y sentido del canto para poder decir estos
misterios. Se necesitaría ser «un lector de símbolos». Yo no soy nada de eso.
Yo no soy nada.
Yo solamente me he acercado
al coro para responder a un niño, y, alentado por vosotros, he dado, yo
también, mi corazón a entender para hablaros de María esta tarde conforme a lo
que de mí esperabais, es decir, filialmente, y, acaso, acaso, en Christo Iesu.
[1]
Por error de imprenta se publicó en la revista Gladius bajo el título
TESTIMONIO y no el de MULIER AMICTA SOLE