El Sacerdote

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EL SACERDOTE
DIMAS ANTUÑA
Conferencia pronunciada en el Club Católico de Montevideo
Se publicó en la revista Gladius 10 (1994) Nº 31 pp. 43-52

Reverendos Padres, Señoras, Señores:
He sido designado por la Junta Parroquial de la Acción Católica para hacer uso de la palabra en este acto y el señor Cura me ha pedido que hable acerca del Sacerdote, con claridad, y por no más de media hora.
Voy, pues, a cumplir lo que se me ha pedido, y dentro de esa vida común de la Iglesia que todos hemos recibido por el Bautismo y alimentamos por la Eucaristía, que renovamos por la Penitencia y cuyo sello de crecimiento y mayoría de edad nos da la Confirmación, yo, casado, que conforme a mi sacramento del Matrimonio “imito” el misterio de esa unión que tiene Cristo con la Iglesia, voy a hablaros del otro sacramento también de estructura y alcance estrictamente social, es decir, del sacramento del, Orden, sacramento que “hace” aquello que el Matrimonio solamente imita o simboliza, es decir, la unión de Cristo con su Iglesia y el misterio admirable de su fecundidad.

¿Qué es el Sacerdote en la Iglesia? Y ¿qué es el sacerdote para nosotros, que formamos en nuestra vocación un pueblo sacerdotal pero no somos sacerdotes?
La fe nos enseña que el Sacerdote es representante y ministro de Cristo. Y aquí, señores, recuerdo que me han pedido ser “claro”. Imaginaos que yo me dirija a vosotros en este momento, como representante y ministro del Banco de la República. En el acto, y por ese mismo hecho, vuestra atención se desinteresa de mis condiciones como persona privada. Ni mi salud, ni mi inteligencia, ni mi familia, ni mi buen o mal carácter os pueden ya interesar. Todo eso queda supeditado a la representación que asumo, y sólo en cuanto sirva o estorbe mi capacidad de desempeño como representante del Banco, puede ser tomado en
cuenta por vosotros.
Por otra parte, eliminadas esas relaciones de simpatía humana y aprecio personal, ved que entre vosotros y yo se establecen las más valiosas, las más interesantes relaciones en la línea de lo económico-financiero, pues vuestra situación civil tiene necesidades que dependen de mi palabra, de mi consejo y de mi gestión.
Finalmente, y como no soy representante solamente sino también ministro del Banco, es decir, el gestor activo y autorizado a quien el Directorio confía la ejecución de su consejo, ved que todas esas resoluciones de las cuales depende la marcha de vuestra vida económica y sus repercusiones civiles están, no diré que sujetas a mi arbitrio pero sí puestas en mi mano. Si hablo, mi palabra es la del Banco, y si firmo, esta firma que al pie de una carta íntima para mi hija o mi esposa, sólo tiene un valor afectivo, para vosotros, por ser la firma “autorizada”, por aparecer debajo de un sello que dice: “por el Banco de la República”, en la ventanilla de cualquier institución, pone legítimamente en vuestra manos mil pesos, cien mil pesos, un millón de pesos, es decir, todo lo que de los caudales del Banco, y dentro, naturalmente, de ciertas condiciones el Consejo haya resuelto concederos. 
Como representante, pues, primero queda eliminada toda consideración personal y segundo, de esas condiciones personales lo único que interesa es que yo sea un hombre correcto y tratable, pues estoy puesto para tratar con todos, y de cabeza clara, advertida y prudente, pues mi gestión pone en vuestra manos bienes ajenos que van a impulsar y aun a transformar vuestra propia vida económica.
Ved, pues, qué misterio hay, aun humanamente hablando, en ser representante y ministro de algo. Tomamos una palabra que no es nuestra, tratamos asuntos que no nos pertenecen, y eso entraña una eliminación completa de nuestra vida privada, pues el representante y ministro depende de algo superior a él, a quien representa, y está sujeto a algo inferior a él, a quien en nombre de aquel a quien representa y bajo estrictas y tremendas responsabilidades, está obligado a atender.
Pero del sacerdote hemos dicho que es “representante y ministro de Cristo”.
Un banco sabemos lo que es; es una institución pública, oficial, un organismo que posee un enorme caudal de valores y que los facilita dentro de ciertas condiciones a fin de impulsar el bien común del país. Pero Cristo ¿qué es?

Señores, no voy a caer en la necedad de deciros a vosotros, cristianos como yo, y mejores cristianos que yo, quién es Aquél a quien todos adoramos. Pero os recuerdo simplemente, según lo que ahora interesa a mi propósito, que la existencia de Cristo está fundada en un hecho, y que ese hecho es éste: Que el Verbo se hizo carne.
Uno de la Trinidad, el Verbo, el Hijo, siendo Dios y sin dejar de serlo, tomó la naturaleza humana pasible, y vivió por redimirnos en nuestra carne de pecado, sujeta al dolor y a la muerte. En Cristo, pues, las dos naturalezas, la divina y la humana, están unidas (sin confusión ni mezcla) en la sola persona del Verbo, y todo esto fue hecho, según el consejo de Dios, para redención nuestra, es decir, a fin de que en él, en Cristo, el hombre fuera elevado a la vida divina, y sin dejar de ser hombre, tuviera con Dios una relación permanente, vital y absolutamente nueva.
Como sabéis, la creación natural en su conjunto carece en sí misma de toda finalidad; las criaturas han sido hechas por Dios para su gloria y sólo en su relación con Dios (que no forma parte de la naturaleza, que trasciende y es absolutamente independiente de ella) pueden hallar su perfección. Ahora bien, si una Persona divina toma la naturaleza humana y la une indestructiblemente a la naturaleza de Dios, de esa asunción de “nuestra” naturaleza surgen para el hombre relaciones nuevas, pues el hombre empieza a participar de la vida que hay en Dios, según el orden interno de las procesiones divinas. Y así, el Padre, Dios, con toda propiedad puede decir al hombre, en Cristo: “Éste es mi Hijo, el Amado”, y puede vivificarlo y envolverlo en su amor de tal manera que su propio espíritu de amor, es decir, el Espíritu Santo, sea el espíritu de Cristo, aun según su naturaleza humana!
Cristo es por definición el ungido, es decir, aquel en cuya naturaleza humana el Espíritu Santo pone, como la imagen expresa de su propia Persona, la plenitud sin medida del Amor y de la Santidad de Dios. Y así, en Cristo una naturaleza creada, y no de ángel, sino de un hombre, es decir, aquella criatura en quien simultáneamente es dado abrazar la substancia material y la substancia espiritual de la creación, entra en el seno de Dios. De modo que, en Cristo el hombre es frente al Padre el propio hijo de Dios, y en esa unión que tiene con el Verbo queda asociado al Padre, como común principio, en la espiración del Espíritu de Amor!
Las consecuencias de todo esto para la criatura humana son incalculables...Si por un punto determinado se levanta un paño cuyos límites no se ven, es claro que ese determinado punto es tomado por la mano, por contacto inmediato, más efectivamente, pero en fuerza de esa conexión, con él se elevan también hasta los últimos extremos y pliegues del paño. Aplicando este símil a la Encarnación y teniendo en cuenta que las criaturas no han sido creadas para sí mis-mas, ni aisladas, sino dentro de un orden efectivo de interdependencia y real comunicación, ved que habiendo sido elevada una naturaleza humana a la esfera de vida de la Santísima Trinidad, esa nueva condición tiene que ser participada de una manera correspondiente por las otras criaturas de su misma naturaleza. Y así, si de tal manera amó Dios al mundo que le dio a su Hijo Unigénito, este acto de su gracia ha debido elevar no solamente aquella naturaleza humana individual asumida por Cristo, sino todo el orden de la creación...
Como comprenderéis, yo no puedo exponeros ahora la totalidad del misterio de nuestra redención, pero el hecho es que lo que una naturaleza humana alcanza en Cristo por efecto de la unión hipostática, eso mismo, en su grado y según puede ser participado por la pura criatura no unida substancialmente al Verbo, el Señor lo comunica a su cuerpo, que es la Iglesia, de manera que todos los hombres por él, con él, y en él, podemos ser, por gracia, lo que Él es por naturaleza.
Si Él es el Hijo de Dios, ved que la gracia de Cristo no es otra cosa sino la participación que tiene el hombre en esa relación “filial” y comunicación de vida que el Hijo eterno tiene con el Padre. Y si Él es el Cristo, es decir, el Ungido, aquel cuya humanidad es divinizada por el Espíritu Santo, ved que nosotros, incorporados a la Iglesia como miembros de su cuerpo, participamos también de su Espíritu y somos movidos por él.
La salvación efectuada por Cristo, pues, no se desarrolló en el ámbito puramente divino ni tampoco en lo puramente espiritual, sino que se concreta en actos humanos, físicos, fisiológicos, (exactamente, en la carne) y, como decimos en la gran suplicación de las Letanías Mayores, por su advenimiento, por su Encarnación, por su Natividad, por su bautismo y ayuno, por su cruz y pasión, por su muerte y sepultura, por su resurrección, por su ascensión, el Señor nos merece la inclusión de nuestra vida en la esfera que es propia de la Santísima Trinidad. Por Cristo, Dios vive en nosotros y nosotros en Dios, y esta vida de Cristo, esta vida que el hombre alcanza en Cristo –común al Hijo de Dios encarnado y a nosotros, es decir, a su Iglesia–, es lo que se llama vida cristiana.
Vivir cristianamente, pues, es vivir vida de santidad dentro de la relación “filial” que el hijo tiene con el Padre. De manera que Dios hallando así a la criatura humana  indisolublemente unida a su Hijo eterno, no puede menos de envolver a todos los hombres en el hálito de su Amor, y comunicarles, como participantes de la Encarnación de Cristo, el Don, que los santifica, de su Amor. Negativamente, en cuanto destruye el pecado y nos libra del dominio del demonio y de la muerte, Cristo es nuestra Redención, y positivamente, en cuan-to por él comunicamos con la vida que hay en Dios según el orden sobrenatural y propio de las procesiones divinas, en él tenemos nuestra Vida, y nosotros participamos de esa vida, de esa vida cristiana que a causa de su sagrada humanidad es común a él y a nosotros, por nuestra incorporación a la Iglesia.
“Lo que se manifestó en Cristo, dice magníficamente San León, eso ha pasado a los sacramentos de la Iglesia”. La Encarnación en sí, al hacer que la plenitud de Dios habite corporalmente en Cristo, es algo así como el primer sacramento o, por lo menos, aquel sacramento que los contiene a todos. En la Encarnación nuestra naturaleza ha sido ya reparada y elevada. Pero cuando, por su Muerte y su Resurrección, el Señor comunica a su Iglesia (haciéndola nacer de la efusión de sangre y agua de su costado abierto), todo ese misterio de la vida divina contenido en él, la Iglesia empieza a vivir vida cristiana, es decir, vida proveniente del Hijo de Dios encarnado y animada en cada alma por su Espíritu de verdad.
Señores, me han mandado ser claro y acaso me estáis acusando de perderme en las nubes.

Vuelvo, pues, a mi comparación anterior del Banco de la República, que es una comparación grosera, pero útil. ¿Qué es un banco? Es una institución, una administración, un conjunto orgánico y jurídico establecido con una función pública para promover un bien en la economía general. Tiene un capital, es decir, un enorme caudal de dinero que resuelve potencialmente nuestras necesidades, y lo tiene, no para guardarlo sino para ponerlo en movimiento, es decir, para hacerlo circular. Responde, pues, a un fin social, civil, de todos. Y tiene un Directorio, es decir, un consejo que examina, considera, de-libera, y resuelve proveer dentro de cierto plan y condiciones al movimiento de la economía del país. Finalmente, tiene un representante y ministro, es decir, un gestor autorizado de las operaciones, quien, en nombre de la institución misma, hace, efectúa, realiza lo que decide el Consejo.
Este gestor es el punto de enlace entre el Banco y todo “lo que no es el Banco”, es decir, entre el Consejo y todo el que necesite entrar en relaciones reales con la esfera de actividad del dinero.
Y apenas necesito deciros, señores, que con inclinar un poco esta comparación tan grosera, hallaremos en ella la estructura del misterio de Cristo. Ved que el Directorio no es otra cosa que el consejo de la Trinidad, que, por la Encarnación del Verbo y su prolongación institucional en la Iglesia, crea el banco, es decir, crea el organismo real, visible, poderosamente preparado y arraigado en la Historia, y a la vez místico y jurídico, es decir relacionado con los valores de la vida eterna, y en el cual se establece, públicamente, la economía de nuestra salvación.
Ved, señores, que así como en el tesoro del Banco está el dinero, es decir, el caudal de valores sin el cual el Banco no podría satisfacer ninguna necesidad, ni impulsar ningún negocio, y sería una ficción, una mera institución ilusoria, así también en la Muerte y Resurrección de Cristo, es decir, en la efusión paralela de su Sangre y del Espíritu Santo, tenemos todos los hombres nuestra redención abundante, super-abundante y consumada. Y finalmente, ved que, en el Sacerdote, es decir, en la jerarquía visible de la Iglesia, el Señor ha establecido al representante y ministro de esta economía, es decir el órgano de gobierno en las operaciones propias de la gracia, la expresión autorizada, la palabra ante el pueblo del consejo de Dios, y el dispensador, dentro de ciertas condiciones, de la vida que hemos llamado cristiana.

Y volviendo a nuestro símil grosero pero gráfico, os pregunto: El gerente de un Banco ¿es el dueño del Banco? De ninguna manera, y, en el Banco de mi ejemplo el Banco es “de la República”, es decir, del Estado, del pueblo, de todos. Por otra parte, el Gerente del Banco ¿ha ganado el capital del Banco, lo ha producido, lo ha creado? ¿Es él la fuente y la ley de esos valores? Tampoco. Y por lo que a mí toca: ¿crea el gerente de un Banco mi necesidad de dinero?, ¿es un invento suyo que yo necesite del Banco para desenvolver mi vida económica?
            Por cierto que no. Y desde otro punto de vista, ¿es él el fundador del Banco, es decir, el autor y sustentador de esa economía, de esa entidad real y jurídica, que por una parte encierra el dinero y por otra lo hace circular, y tiene por fin hacerlo circular? No. Finalmente, este representante y ministro que tiene entrada al consejo, ¿constituye él el consejo, es él de las personas del consejo? No. Como representante del banco me trae las direcciones generales, los puntos de vista del Consejo, y, como ministro, ad-ministra, es decir, atiende mis necesidades concretas y ejecuta las operaciones.
Ved, pues, al Sacerdote de la Iglesia, ministro y representante de Cristo: es el hombre tomado de los hombres y puesto para bien de los hombres en las cosas que miran a Dios. Él anuncia el consejo de Dios predicando el Evangelio, y hace que sea bien notorio a todos los hombres la buena nueva de la salvación efectuada por Dios en su Hijo Encarnado. Y a los que reciben esa palabra y creen en ella, él, mediante la fe y los sacramentos de la fe, les comunica vitalmente esa salvación de Dios.
Personalmente no es dueño de nada. Como ministro, en sus manos ha sido puesto todo. Él no es el Redentor, Él no es la Trinidad, Él no es ni siquiera la Iglesia. La Iglesia es mucho más que él! Él es un hombre como nosotros, pero es un hombre que ya no se pertenece y que, personalmente, ni siquiera nos pertenece a nosotros en las mil relaciones humanas que son propias de la vida civil, pues es un hombre que ha sido tomado por Dios. Está en lugar de Cristo, es un instrumento de Dios en las manos de Cristo y el Señor ha puesto en él sus poderes de gobierno, de enseñanza, y de santificación. De modo que todo lo que Cristo es en sí mismo como cabeza, fuente y origen, él lo es para nosotros en su función, es decir en el ejercicio del sacerdocio de Cristo.
Del Señor sabemos que es Rey, Profeta y Sacerdote. Él mismo lo dijo de sí mismo cuando dijo: –Yo soy el camino, la verdad y la vida. Como camino rige, dirige (función de gobierno para el que marcha), como verdad enseña, revela (función de magisterio, Cristo iluminador y doctor), como vida santifica, es decir, que en el ejercicio de su Sacerdocio y mediante el valor sacrificial de su Muerte destruye nuestra muerte y nos engendra a todos en la esperanza viva de su Resurrección.
Y así como Dios está en Cristo reconciliando el mundo a sí, y así como el Verbo, por su sagrada humanidad, que es su instrumento conjunto, influye su vida divina en los hombres unidos a él por su Iglesia, así Cristo está en los actos ministeriales de su Sacerdote; y si el Sacerdote bautiza, Cristo es quien bautiza, y si el Sacerdote absuelve, Cristo es quien me dice: Yo te absuelvo: y si el sacerdote dice: Esto es mi cuerpo, lo que resulta de la prolación de esa palabra no es el cuerpo del Sacerdote que la pronuncia, sino el cuerpo glorioso del Hijo de la Virgen que es quien la dice y la profiere por su boca.
Si yo golpeo con un martillo nadie puede dudar de que el martillo golpee, pero nadie puede admitir tampoco que el golpe sea del martillo como tal, pues el golpe es de mi mano, que golpea con el martillo, y más: (ya que la acción es siempre de la persona), el golpe es mío, cualquiera que sea el instrumento, ya sea mi mano, ya el martillo. Y así ocurre aquí (en la economía divina) con la acción salvadora de Dios, por Cristo, cuya sagrada humanidad es el instrumento conjunto (como sería mi brazo al golpear), y por el Sacerdote, unido a él en esta acción y que es el instrumento “funcional” (como sería el martillo en mi mano), la acción de Dios pasa a los hombres y su caridad nos redime. Y de ahí las claras palabras del Apóstol: “Así ha de considerarnos el hombre, como ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios”.
Veamos, pues, ahora qué encuentro y relación tengo yo con el Sacerdote en esa dispensación, es decir, en el desenvolvimiento de mi propia vida cristiana. Recordáis la palabra del Señor Resucitado: –Todo poder me ha sido dado en el cielo y en la tierra. Id por el universo mundo y predicad el evangelio a toda criatura. El que crea y sea bautizado, se salvará. El que no crea, se condenará.
Nuestra unión con Dios, pues, depende de la redención efectuada, y nuestro acceso a ella, de la fe y de los sacramentos de la fe. Mi primer contacto con Dios no puede ser sino por la fe, sólo la fe me puede poner bajo la influencia de Cristo, pero ved que yo no puedo saber qué es la fe, ni qué contenido tiene, ni a qué me llama, ni a qué me obliga, si alguien no me predica, y el que ha sido formalmente enviado y es asistido para eso es el Sacerdote.
Por otra parte, si yo recibo la fe y creo a la palabra de Dios, ved que yo no puedo perfeccionar mi propia fe sin el bautismo, y el bautismo, mi bautismo, el acto decisivo de la fe, es decir, el acto de mayor consecuencia para mi vida (aun para mi vida temporal), es un acto del Sacerdote.
Yo puedo creer, esperar, amar, orar, arrepentirme, hacer penitencia, yo puedo hacer obras buenas, yo puedo hacer una infinidad de cosas, pero ¡yo no puedo bautizarme a mí mismo! Ese nuevo nacimiento, esa comunicación de la vida de Dios en mí, esa regeneración, ese nuevo “ser”, es un acto del Sacerdote. Y así como yo no puedo procurarme mi propia vida natural y eso sólo es un acto de Dios por mano de mis padres, así tampoco puedo yo procurarme mi vida cristiana, y esto sólo es un acto de Cristo por mano de su ministro.
Por otra parte, nacido de Dios tengo que vivir de Dios: esto no lo puedo hacer sin la Eucaristía. El Bautismo mira a la Eucaristía, incluye el votum eucharisticum, como el nacimiento incluye la necesidad de la nutrición. Y la Eucaristía es un sacramento que sólo el Sacerdote ofrece, consagra y dispensa, y, sin el Sacerdote, la Eucaristía, que es nuestro pan, no puede existir.
Y ved, señores, que si peco y yerro, y reconozco mi pecado y me arrepiento, mi contrición por perfecta que sea no está desligada de la absolución del Sacerdote, y esa absolución, esa palabra que desata, es un acto de Dios que ha dado ese poder a los hombres...
Y ved que si dejo de ser niño y necesito actuar entre los hombres con actos cristianos propios de hombre, como cristiano no puedo hacerlo sin estar confirmado, y la confirmación, ese sacramento de nuestra mayoría de edad, ese sacramento que ha sido llamado justamente “el sacramento de la Acción Católica”, es un acto del Obispo, es decir, del Sacerdote en la plenitud de sus funciones.
Toda mi vida, pues, todo lo que Dios suscita en mí de su gracia y su verdad, tiene que ser referido a la Iglesia, es decir, a la función del Sacerdote. Sin él como cristiano yo no puedo vivir ni morir, pues aun en la muerte necesito de una unción especial que apague en mi cuerpo los últimos vestigios del pecado, y esa última unción, esa “extrema unción”, es un acto de piedad del Sacerdote.
Pero si pasamos ahora del proceso de la vida individual al proceso de mayor alcance y consecuencia de la vida social, pues somos criaturas esencialmente sociales, interdependientes, que nacemos de una sociedad natural (de la sociedad del hombre y la mujer) y estamos constantemente referidos a una sociedad civil, natural y política sin la cual no podemos subsistir, ved que ese pasaje, ese pasaje en el que actúan las diferentes vocaciones y aptitudes de los hombres, tampoco puede hacerse de una manera formal y permanente sin una consagración sacramental.
Y así, si Dios me llama a constituir una familia, es decir, a aumentar el número de sus fieles mediante el sacramento del matrimonio, yo no puedo hacerlo sin un testigo autorizado de esa unión, y ese testigo es el Sacerdote que asiste a mi matrimonio en representación de la Iglesia. Y si Cristo ha de continuar en este mundo su misión visible de gobierno, magisterio y santificación, ved que para esto nadie puede arrogarse el Sacerdocio y es necesario que el sacramento del Orden le sea conferido por sucesión Apostólica, mediante la imposición de las manos de quienes ya están ordenados.
Toda nuestra vida espiritual, pues, es decir, nuestra vida más íntima, si es vida cristiana, depende en su comienzo, en su progreso y en su perfección, de la jerarquía visible de la Iglesia. Pues esta vida está toda en Cristo como en su fuente, y de esa fuente, de esa plenitud, la recibimos todos, en la medida de nuestra unión a la Iglesia y por ministerio del Sacerdote.
La Redención, pues, está puesta en las manos del Sacerdote. Él no la ha hecho, él es sólo su dispensador. El Señor la puso en sus manos (en cuanto él es representante autorizado de la Iglesia) no para él, ni con propiedad de avaricia, sino para nosotros. Y nosotros no podemos recibirla si no reconocemos su poder, su autoridad y su función. Quitad al Sacerdote y habéis destruido la Iglesia. Quitad al Sacerdote y ya no podréis saber ni qué es lo que ha dicho Cristo! El Evangelio sin la Autoridad no se sabe qué dice, y la fe sin los sacramentos no puede darnos a Dios. El demonio cayó por odio a la Encarnación, y todas las herejías son pecados contra la Encarnación. La fe separada de los sacramentos es como Cristo separado de su sagrada humanidad; separado y privado de su cuerpo ya no es Cristo, ya no es el Mediador, no tiene cómo morir por nosotros, no tiene cómo resucitar, no tiene cómo efectuar la salvación de Dios, y nada de lo que hay en nosotros nos une substancialmente a él!
Señores, termino estas palabras. Estoy hablando en una campaña pro vocaciones sacerdotales. He hablado del Sacerdote porque necesitamos sacerdotes, mi palabra es una de tantas ¡y no la más ilustre, por cierto! Necesitamos sacerdotes y esa necesidad que tenemos, sabemos que no puede ser satisfecha por ninguna industria de los hombres; sólo a Dios es dado darnos lo que tanto necesitamos y acaso no merecemos.
Pero nuestra campaña es útil, no por lo que digamos en ella sino porque en lo que en ella decimos hay acaso una ilustración o una preparación (tan remota como se quiera) para esa oración de toda la Iglesia que está expresamente mandada por el Señor, y por la cual, y de la cual, depende que el Padre envíe obreros a su mies.
Puedan, pues, mis palabras moveros a orar, puedan mis palabras moveros a pedir sacerdotes. Necesitamos sacerdotes que sepan qué es la Iglesia y que sepan cuál es su misión de ellos en la Iglesia. Necesitamos sacerdotes que quieran serlo, es decir, que estén dispuestos a ejercer en el sacerdocio los poderes de gobierno, de enseñanza y de santificación que les han sido conferidos. Sacerdotes que tengan conciencia clara y fiel de lo que el Señor ha puesto en sus manos...
Esa conciencia del misterio de Cristo inmola a la criatura y al mismo tiempo la vivifica y de ella nos pueden venir grandes bienes.

Yo he hablado del Sacerdocio groseramente porque el tiempo urge, y no he tenido metáforas delicadas porque los tiempos son malos. El mundo ha entrado en una época trágica de brutalidad y de cinismo, y sólo manteniéndonos unidos a la Iglesia podremos resistir en el Espíritu Santo que huye de lo fingido y es espíritu de verdad, a la iniquidad que nos rodea. La misión del sacerdote en este momento no sólo es necesaria sino terrible, pues de él depende nuestra santificación y él está puesto como blanco en esta lucha.
Yo me he referido a él esta tarde intentando daros una idea de su función en la estructura general de la Iglesia, y lo he hecho por medio de comparaciones diciéndoos que es representante, ministro, instrumento. Todo eso es cierto, todo eso lo es, pero yo no he podido deciros qué dignidad tienen esos conceptos referidos a él, pues notad que aquí el representante está ungido, el ministro es sacrificador, y el instrumento, de ninguna manera mecánico y ni siquiera solamente jurídico, es una criatura tomada por Dios, es decir, identificada con la acción de su propio Hijo Encarnado. De la función del Sacerdote he hablado solamente. De su dignidad, de su santidad, no he podido hablar. De sus conexiones con el misterio de Cristo he hablado, de su entrada y participación en ese mismo misterio no he podido decir nada.
Pero esto vosotros lo sabéis tanto como yo, y no sólo por haber estudiado Dogmática sino también por experiencia de trato con muchos íntegros y virtuosos sacerdotes nuestros. Vosotros sabéis que el Sacerdote es el hombre que entra cada día por la Misa y el Oficio divino en el consejo de Dios, y baja cada día de ese misterio al pueblo, por la palabra y el gobierno de las almas. Por nosotros, y para bien de nosotros, cada día se presenta al Padre, en la Misa, teniendo en sus manos el cuerpo y la sangre de Cristo, y rodeado de las ignorancias del pueblo, y compadeciéndose de los que pecan y yerran, paga por nosotros –y como nadie puede hacerlo sino él– nuestra deuda de alabanza. En sus labios ha puesto el Señor la oración oficial de la Iglesia, es decir, la única oración que no puede ser desoída. Y este hombre magnífico, este hombre tomado por Dios para el Oficio y el sacrificio, en su ministerio de santificación actúa sobre el mundo anunciando el consejo de Dios, gobernando las almas y destruyendo, efectivamente, el pecado.
Nadie puede decir lo que debemos al Sacerdote. Los ángeles solamente podrían decirlo, y por eso acaso dejan oír su Sanctus eterno cuando el Sacerdote consagra en la Misa.
Pidamos, pues, sacerdotes que quieran serlo y tengan conciencia clara y violenta de lo que son, y, cuando Dios nos los dé, cuando Dios nos dé esos sacerdotes, no los tratemos nosotros como tratamos acaso a los que ya tenemos, es decir, como si no fueran sacerdotes, y no pidamos ni esperemos de ellos lo que no nos pueden dar.
Ved, señores, que en el hombre se dan a veces unidades de esas que Aristóteles llama accidentales, y así, nada impide que un formidable financista pueda ser a la vez un excelente pescador de caña, o que un general capaz de ganar una batalla haga versos, o presida un tablado de carnaval. Un Sacerdote por ser sacerdote no deja de ser hombre, y como tal, puede ser ciudadano, orador, músico, erudito, hombre de cultura, o de gran familia, y hasta de valor ilustre como posición civil. Todas esas cosas se dan en el mismo sujeto, pero son accidentales, y nosotros estamos obligados a verlas así, como accidentales, y a no pecar contra el discernimiento.
Si yo hago consistir mi relación con el Sacerdote en lo que en él no es el Sacerdote, en lo que en él no es el ejercicio de su función santificadora, inútil es que Dios nos mande sacerdotes, pues está visto que no queremos recibirlos como tales. Es como si estando gravemente enfermo llamara yo al médico no para examen, diagnóstico, ni receta sino para entrentenerme conversando con él de política.
Que nuestras relaciones con el Sacerdote sean, pues, realmente con el sacerdote.
Que sean relaciones de obediencia para el gobierno de mi vida, de disciplina y estudio para el conocimiento de la fe, y de santificación y unión con Dios conforme al poder consagratorio que Dios ha puesto en sus manos.
Orando, pues, y haciendo este propósito de recibir al sacerdote como Sacerdote, ante ese clamor de nuestra necesidad y esa rectitud de nuestro deseo, Dios, que todo lo puede, suscitará, hasta milagrosamente, si es preciso, sacerdotes para su Hijo.
Y nuestro pueblo podrá vivir el misterio de Cristo en Cristo, realmente, y en la Iglesia, es decir, recibiendo abundantemente su vida cristiana de las manos a quienes el Padre ha confiado su dispensación.